Autobiografía Inconclusa

      


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CAPITULO PRIMERO

[e15] [i9] Mirando retrospectivamente hacia mi infancia, experimento un profundo sentimiento de desagrado. Por supuesto no es una nota muy armoniosa para comenzar la historia de mi vida. Los metafísicos denominan a esto un pronunciamiento negativo. Pero ello es verdad. Recuerdo de mi infancia muy pocas cosas que fueron de mi agrado, aunque gran parte de mis lectores quizás piensen que fue maravillosa, comparada con la infancia de millares de personas. La mayoría de la gente dice que la niñez es la época más feliz de la vida. No lo creo en lo más mínimo. Para mí fueron los años en que gocé de más comodidades físicas y de lujo; años libres de ansiedades materiales; pero al mismo tiempo, de interrogantes, desilusiones, desdichados descubrimientos y soledad.

Al escribir esto, soy consciente de que las congojas de la niñez (y quizás esto sea verdad en la vida como un todo) parecen más grandes y terribles de lo que fueron en realidad. La naturaleza humana tiene la curiosa tendencia de recordar y acentuar los momentos desdichados y las tragedias, pasando por alto las alegrías y gozos y olvidando los momentos de paz y felicidad. Nuestros momentos de tensión y depresión parecen afectar nuestra conciencia (curioso agente registrador de todos los acontecimientos) mucho más que las incontables horas de la vida común. Si sólo nos diéramos cuenta, veríamos que esas plácidas y tranquilas horas son, en último análisis, las que predominan. Horas, días, semanas y meses, en que se forma y consolida el carácter, lo cual nos ayuda a enfrentar las crisis -reales, objetivas y a veces trascendentales- que acontecen a intervalos en el transcurso de los años. Entonces lo que desarrollamos como carácter pasa las pruebas
[i10] y señala el camino de salida, o fracasa y descendemos, por lo menos, temporariamente. Así nos vemos obligados a seguir aprendiendo. Al observar mi infancia, lo que se destaca en mi memoria no son las horas incontables de vacía felicidad, los momentos de pacífica armonía ni las semanas que se deslizaron sin que nada ocurriera, sino los momentos de crisis y las horas en que me sentía intensamente desdichada, donde la vida parecía llegar a su fin y no veía nada por delante que valiera la pena.

Recuerdo que mi hija mayor pasó los mismos momentos después de los veinte años. Creía que no valía la pena vivir y que la
[e16] vida en sí era una monótona pérdida de tiempo. Ella preguntaba: ¿Por qué la vida es tan tonta? ¿Por qué tengo que vivirla? No sabiendo qué responderle, me puse a pensar en mi experiencia pasada y recuerdo que le contesté: "Bien, mi querida, lo único que puedo decirte es que nunca sabemos qué nos espera en un recodo del camino". He comprobado que ni la religión ni las palabras de consuelo, generalmente sirven de ayuda en los momentos de crisis. En el recodo del camino a ella la esperaba el hombre con quien se casó; a la semana de conocerlo se comprometió, y desde entonces ha vivido feliz.

Es necesario aprender a recordar las cosas que nos causaron alegría y felicidad y no únicamente las que nos trajeron dolor y dificultad. Lo bueno y lo malo forman un todo muy importante que merece ser recordado. Lo bueno nos permite mantener nuestra fe en el amor de Dios. Lo malo nos disciplina y nutre nuestra aspiración. Los momentos arrobadores, que envuelven nuestro espíritu cuando observamos una puesta de sol por ejemplo, o el silencio profundo e ininterrumpido de los páramos y la campiña, son cosas que deben ser recordadas; la línea del horizonte o el exuberante colorido de un jardín nos absorben y aíslan de todo lo demás; la llegada de un amigo y su resultante momento de comunión y satisfactorio contacto; la belleza del alma humana surgiendo triunfante en medio de dificultades,
[i11]son cosas que, no debemos dejar de reconocer. Constituyen los grandes factores que condicionan la vida. Revelan lo divino. ¿Por qué esto se olvida tan fácilmente y en cambio las cosas desagradables, tristes o terribles se fijan en nuestra mente? No lo sé. Aparentemente, en este peculiar planeta, el sufrimiento se experimenta con más intensidad que la felicidad, y su efecto parece ser más perdurable. También puede ser que temamos la felicidad y la apartemos de nosotros por la influencia de esa característica tan descollante en el hombre: el TEMOR.

En los círculos esotéricos se habla muy eruditamente acerca de la Ley del Karma, que después de todo no es más que el nombre dado en Orienté a la gran Ley de Causa y Efecto; el énfasis siempre se pone sobre el mal karma y cómo evitarlo. Sin embargo puedo afirmar que, tomándolo globalmente, hay más buen karma que malo; lo digo a pesar de la actual guerra mundial, indescriptible horror que nos ha rodeado y aún nos rodea a pesar del verdadero conocimiento de las cosas que todo trabajador social constantemente debe enfrentar. El mal y el sufrimiento pasarán, pero la felicidad permanecerá; ante todo vendrá la comprensión de que lo que hemos construido mal debe desaparecer y se nos ofrece ahora la oportunidad de construir un nuevo y mejor mundo. Esto es así porque Dios es bueno, la vida y la experiencia
[e17] también son buenas y la voluntad al bien está eternamente presente. Siempre se nos dio la oportunidad de corregir los errores y enderezar los enredos de que somos responsables.

Mi infelicidad es tan remota que no puedo especificar los detalles ni tengo la intención de relatar los que recuerdo. La mayoría de las causas se originaban en mí misma y de ello estoy muy segura. Desde el punto de vista mundano no tenía razón para sentirme desgraciada, y mi familia y amigos se hubieran sorprendido grandemente al conocer mis reacciones. Cuántas
[i12] veces se habrán preguntado ustedes, ¿qué pasa en la mente de un niño? Los niños tienen ideas definidas sobre la vida y las circunstancias, y les pertenecen de tal modo, que nadie puede inmiscuirse en ellas, lo cual rara vez es reconocido. No puedo recordar un solo momento en que no estuviera pensando, tratando de descifrar cosas, formulando preguntas, rebelándome o esperando algo. Sin embargo, recién a los 35 años descubrí que poseía una mente y que podía emplearla. Hasta ese momento había sido un manojo de emociones y sentimientos; mi mente -o lo que de ella poseía- me había utilizado a mí y no yo a ella. De todas maneras fui muy desdichada hasta cerca de los 22 años -cuando me independicé para vivir mi propia vida. En los primeros años estuve rodeada de belleza; mi vida tuvo muchas variantes; conocí muchas personas interesantes. Nunca supe lo que era carecer de algo. Fui educada en el consabido lujo de mi época y clase; me cuidaron con la mayor solicitud, pero internamente aborrecía todo eso.

Nací el 16 de junio de 1880 en la ciudad, de Manchester, en Inglaterra, donde mi padre trabajaba en un proyecto de ingeniería vinculado con la firma de mi abuelo paterno -una de las más importantes de Gran Bretaña. Nací por lo tanto bajo el signo de Géminis, que significa conflicto entre los pares de opuestos -pobreza y riqueza, la cumbre de la felicidad y las honduras del dolor, la atracción entre el alma y la personalidad o entre el yo superior y la naturaleza inferior. Estados Unidos e Inglaterra están regidos por Géminis, por lo tanto, en aquel país y en Gran Bretaña será resuelto el gran conflicto entre capital y trabajo, dos grupos que involucran los intereses de los muy ricos y de los muy pobres.

Hasta 1908 no conocí necesidades ni tuve apremios de dinero; hice y deshice como quise; pero a partir de entonces conocí las amarguras de la pobreza. Una vez viví durante tres semanas a pan duro y té, sin azúcar ni leche, para que mis tres
[i13] hijas tuvieran lo esencial para comer. En mi infancia pasaba temporadas en grandes mansiones; sin embargo después trabajé, para mantener a mis hijas, como obrera en una factoría, donde se envasaban sardinas; hoy cuando veo una sardina siento repulsión. Mis amistades [e18] (empleando este término en su verdadero sentido) abarcan desde las clases inferiores hasta las superiores, incluyendo al Gran Duque Alejandro, cuñado del último Zar de Rusia. Nunca he vivido durante mucho tiempo en el mismo lugar, pues las personas regidas por Géminis siempre están en movimiento. El más pequeño de mis nietos (nacido también bajo el signo de Géminis) cruzó el Atlántico dos veces y atravesó el Canal de Panamá en dos ocasiones, antes de cumplir los cuatro años. Bajo otro aspecto, de no haber sido precavida, estaría siempre en la cumbre de la felicidad o de la excitación, o vencida por la desesperación y la más profunda depresión. Como resultado de mucha experiencia, he aprendido a evitar ambos extremos y a tratar de mantenerme en el término medio, aunque no lo he logrado totalmente.

El conflicto mayor de mi vida ha sido la lucha entre mi alma y mi personalidad, y aún continúa. Mientras escribo esto, viene a mi memoria la reunión de cierto "Movimiento Grupal" en el que me vi envuelta en 1935 en Ginebra, Suiza. Una dama de facciones plácidas y sonrientes, pero duras, organizadora profesional de grupos, actuaba como dirigente; también había una cantidad de personas ansiosas de dar testimonio de sus pecados y del poder salvador de Cristo, dando la impresión (como una de ellas testimonió) de que Dios se interesaba personalmente de si pedían disculpas a su cocinera por una grosería. Según mi opinión, la buena educación y no Dios, hubiera sido un incentivo suficiente. Entonces una atrayente señora de cierta edad, elegante, de ojos chispeantes y buen humor, se puso de pie. "Estoy segura que tiene un magnífico testimonio que presentar", le dijo la que dirigía. La dama respondió, "no, la batalla se libra aún entre Cristo y yo, y es dudoso saber quién
[i14] ganará". Esa batalla continúa siempre y, en el caso de un sujeto de Géminis que está despierto y presta servicio, llega a convertirse en una cuestión vital y más bien personal.

También se supone que los regidos por Géminis son como el camaleón, de carácter mutable y a menudo llenos de dobleces. Por lo menos nada tengo de eso, a pesar de mis numerosos defectos, y es posible que mi signo ascendente me salve. Para mi regocijo, astrólogos autorizados me asignan diversos signos como ascendente -Virgo, porque amo a los niños y me gusta cocinar y desempeñar el papel de madre en las organizaciones; Leo, porque soy muy individualista (con lo cual quieren significar que tengo un carácter difícil y dominador) y a la vez muy autoconsciente; Piscis, porque es el signo del mediador o intermediario. Siento inclinación hacia Piscis, porque mi esposo es de Piscis y mi muy querida hija mayor nació también bajo ese signo, y nos hemos entendido tan bien que con frecuencia teníamos rencillas. Además
[e19] he actuado definidamente como intermediaria, en el sentido de que ciertas enseñanzas, que la Jerarquía de Maestros quería hacer conocer al mundo en este siglo, aparecen en los libros de los cuales he sido responsable. De todos modos, no interesa cuál sea mi signo ascendente. Soy un verdadero sujeto de Géminis y aparentemente ese signo ha condicionado mi vida y circunstancias.

Durante mi infancia, la imperante y más bien incipiente desdicha se debió a varias cosas. Era la menos agraciada de una familia famosa por su belleza, y no soy fea. En las aulas fui siempre considerada como la más torpe y la menos inteligente en una familia de inteligentes.

Mi hermana, una de las niñas más hermosas que he conocido, poseía una inteligencia superlativa, y aunque siempre le profesé un hondo afecto, ella no lo sentía por mí, pues siendo una cristiana ortodoxa, consideraba que todo divorciado no estaba en gracia con Dios. Se graduó de doctora en medicina y fue una de las primeras mujeres en la
[i15] historia de la Universidad de Edimburgo que obtuvo distinciones (si la memoria no me falla) en dos oportunidades. Era aún muy joven cuando publicó tres libros de versos, y he leído comentarios sobre esos libros en el Suplemento Literario del diario The London Times, donde se la consideraba como la más grande de las poetisas inglesas de la época. Escribió también un libro sobre biología y otro sobre enfermedades tropicales que, según creo, fueron considerados libros de texto. Mi hermana se casó con mi primo hermano, Laurence Parsons, un prominente clérigo de la Iglesia de Inglaterra, siendo en un tiempo párroco en Colonia del Cabo. Su madre fue la tutora designada por la Corte de Chancery, para cuidar de mi hermana y de mí. Hermana menor de mi padre, pasamos con Laurence, uno de sus seis hijos, mucho tiempo juntos en nuestra infancia. Su esposo, mi tío Clare, un hombre algo duro y severo, era hermano de Lord Rosse e hijo de aquel Lord Rosse que adquirió fama por su telescopio, mencionado en La Doctrina Secreta. De niña le tenía terror; sin embargo, antes de morir, me mostró otro aspecto poco conocido de su naturaleza. Nunca olvidaré su gran bondad para conmigo durante la primera guerra mundial, cuando me encontraba en Norteamérica en el mayor desamparo y pobreza. Me escribía cartas comprensivas que me ayudaron mucho y me hicieron sentir que en Inglaterra había personas que no me habían olvidado. Menciono esto aquí, porque no creo que su familia, ni su nuera, mi hermana, tuvieran la menor idea de las relaciones amistosas y felices que existieron entre mi tío y yo, al final de su vida. Estoy segura que él nunca mencionó esto y yo tampoco lo hice hasta ahora.

Mi hermana se dedicó después a la investigación del cáncer y adquirió gran renombre en tan necesario campo de trabajo. Estoy
[e20] muy orgullosa de ella. Mi afecto nunca ha variado y quiero que lo sepa si algún día lee esta autobiografía. Afortunadamente creo en [i16] la gran Ley de Renacimiento, y alguna vez afianzaremos más satisfactoriamente nuestras relaciones.

Me parece que la mayor desventaja en la vida de un niño es carecer de un verdadero hogar. Esta carencia nos afectó mucho a mi hermana y a mí. Antes de cumplir los nueve años mis padres murieron de tuberculosis, que en esos tiempos se llamaba consunción. El temor a la tuberculosis se cernía sobre ambas como una amenaza constante en nuestros primeros años, a lo que sumaba el resentimiento que sentía mi padre por nuestra existencia, especialmente por la mía. Probablemente pensaría que mi madre podría haber vivido si el nacimiento de dos criaturas no hubieran agotado sus recursos físicos.

Mi padre se llamaba Frederic Foster La Trobe-Bateman y mi madre Alice Hollinshead. Los dos pertenecían a una rancia estirpe -el origen de la familia de mi padre se remonta a varios siglos, anterior a las Cruzadas, siendo los antepasados de mi madre descendientes de Hollinshead (el Cronista), de quien se dice que Shakespeare obtuvo muchos de sus relatos. Los árboles genealógicos y el linaje nunca los he considerado de gran importancia. Cada uno de nosotros lo posee, aunque sólo algunas familias han conservado los registros. Que yo sepa, ninguno de mis antecesores hizo nada particularmente interesante. Todos han sido personas dignas, pero aparentemente simples. Como dijo mi hermana en una ocasión: "se quedaron por siglos entre sus repollos". Una estirpe limpia, noble y culta, pero ninguno de ellos logró notoriedad, buena o mala.

A pesar de ello, el escudo de la familia es muy interesante y, desde el punto de vista del simbolismo esotérico, de extraordinaria significación. No conozco nada sobre heráldica ni los términos precisos para describir el escudo. Consiste en una vara con un ala en cada extremo, viéndose entre las alas la estrella de cinco puntas y la media luna. Esta última se remonta, por supuesto, a las Cruzadas, en las que participó aparentemente alguno de mis antepasados, pero prefiero considerar todo el
[i17] símbolo como representando las alas de la aspiración, el Cetro de la Iniciación, la meta y los medios, el objetivo de la evolución y el incentivo que nos impulsa a todos hacia la perfección -perfección que recibe eventualmente el aliciente del reconocimiento por medio del Cetro. En el lenguaje del simbolismo, la estrella de cinco puntas siempre ha representado al hombre perfecto, en vez la media luna se supone que rige la forma o naturaleza inferior. Éste es el abecé del simbolismo oculto, pero me interesó descubrirlo, en nuestro blasón.

[e21] Mi abuelo fue John Frederic La Trobe-Bateman, un ingeniero muy conocido, miembro asesor del Gobierno Británico y responsable, en su época, de varios de los sistemas municipales de aguas corrientes en Gran Bretaña. Formó una familia muy numerosa. Su hija mayor, mi tía Dora, se casó con Brian Barttelot, hermano de Sir Walter Barttelot de Stopham Park, en Pulborough, Sussex, y como fue designada tutora nuestra al morir los abuelos, vivimos mucho con ella y sus cuatro hijos. Dos de ellos fueron mis amigos íntimos durante toda mi vida. Ambos eran mucho mayores que yo, pero nos queríamos y comprendíamos. Brian (el Almirante Sir Brian Barttelot) hace apenas dos años que falleció, y su muerte ha constituido una sensible pérdida para mi esposo Foster Bailey, y yo. Éramos tres amigos íntimos, y extrañamos mucho las cartas que nos enviaba constantemente.

De todos mis muchos parientes, a quien más he querido fue a mi tía Margaret Maxwell. No fue tutora nuestra, pero mi hermana y yo, durante años, pasamos los veranos en su casa de Escocia, y me escribía regularmente, por lo menos una vez al mes, hasta que murió pasados los 80 años. Fue una de las grandes bellezas de su época, y el retrato que se conserva actualmente en el castillo de Cardoness en Kirkcudbrightshire, la representa como una de las mujeres más hermosas imaginables. Se casó con el "menor
[i18] de los Cardoness", como a veces se designa en Escocia al heredero, el hijo mayor de Sir William Maxwell, pero su esposo, mi tío David, murió antes que su padre, por lo que nunca pudo heredar el título. Le debo a esa tía mucho más de lo que pude retribuirle. Me orientó espiritualmente, y aunque su teología era muy estrecha, sin embargo ella era muy amplia. Me enseñó ciertas claves de la vida espiritual que nunca me han fallado y ella tampoco me defraudó hasta su deceso. Cuando empecé a interesarme por los asuntos esotéricos y dejé de ser una cristiana ortodoxa, teológicamente orientada, me escribió que aunque no entendía esas cosas confiaba en mí sinceramente, pues como conocía mi profundo amor a Cristo, no importaba a qué doctrina pudiera renunciar, sabía que nunca renunciaría a Él. Esa fue la pura verdad. Era hermosa, amorosa y buena. Su influencia se extendió por todas las Islas Británicas. Había hecho construir y equipado especialmente un pabellón de un hospital; sostenía misioneros en los países paganos y era presidenta de la rama femenina de la Asociación Cristiana de Jóvenes de Escocia. Si presté algún servicio a mis semejantes y logré de algún modo llevar a la gente a alguna forma de realización espiritual, se debe en mayor parte a su gran amor, que me inició en el buen camino. Fue una de las pocas personas que sintió más cariño por mí que por mi hermana. Existió un vínculo entre nosotras que se mantiene inquebrantable y que nunca se romperá.

[e22] He mencionado a la hermana menor de mi padre, Agnes Parsons. Tenía otros dos hermanos: Gertrudis, que se casó con un señor Gurney Leatham, y su hermano menor Lee La Trobe-Bateman, el único que queda. Mi abuela Anne Fairbairn, era hija de Sir William Fairbairn. y sobrina de Sir Peter Fairbairn. Mi bisabuelo, Sir William, según creo, fue socio de Watts, famoso por la máquina de vapor y uno de los primeros constructores ferroviarios de la Era Victoriana. Por parte de la [i19] madre de mi abuelo, cuyo apellido de soltera era La Trobe, desciendo de Hugonotes franceses, por lo tanto, los. La Trobe de Baltimore, están emparentados conmigo, aunque nunca los he visto. Charles La Trobe, tío abuelo mío, fue uno de los primeros gobernadores de Australia y otro La Trobe, el primer gobernador de Maryland. Edward La Trobe, otro de los hermanos, fue un arquitecto muy conocido en Washington y en Gran Bretaña.

Los Fairbairn no pertenecían a la denominada cuna aristocrática, que tanto se valora. Tal vez ésta fue la salvación del linaje Bateman, Hollinshead y La Trobe. Pertenecían a la aristocracia de los cerebros y ello es muy importante en estos días democráticos. Tanto William como Peter Fairbairn, empezaron su vida como hijos de un pobre granjero escocés del siglo XVIII, terminándola en la opulencia y conquistando títulos. El nombre de Sir William Fairbairn figura en el diccionario de Webster, y la memoria de Sir Peter se perpetúa en una estatua erigida en una plaza de Leeds, en Inglaterra. Recuerdo que hace unos años fui a dar una conferencia en Leeds, y mientras cruzaba una plaza en taxi, vi lo que me pareció la estatua de un anciano común con barba. Al día siguiente fuimos con mi esposo a verla y descubrí que había estado criticando a mi tío abuelo. Gran Bretaña era democrática aún en esos lejanos días, y cualquiera tenía oportunidad de destacarse si poseía cualidades que lo justificaran. Quizás esta mezcla de sangre plebeya es responsable de que muchos de mis primos y sus hijos, hayan sido hombres notables o mujeres hermosas.

Mi padre no me quería, pero no me extraña cuando miro un retrato de mi niñez, pues era flaca, atemorizada y alarmante. De mi madre no tengo recuerdos, murió a la edad de 29 años, cuando yo tenía solamente seis. Todo lo que rememoro es su hermoso cabello dorado y su dulzura, y también su funeral en
[i20] Torquay, Devonshire, porque mi reacción principal en esos momentos se puede sintetizar en las palabras que dirigí a mi prima, Mary Barttelot: "mira, llevo medias negras largas y ligas", las primeras que usaba, con lo que me habían sacado de la etapa de las medias cortas. Evidentemente en cualquier edad y circunstancia la ropa siempre tiene importancia. Tuve un gran medallón de plata que [e23] encerraba una miniatura de mi madre, el único retrato que de ella poseí y que mi padre tenía la costumbre de llevar consigo dondequiera fuese. En 1928, después de haber andado con él por todo el mundo, me lo robaron durante un verano en que estuve ausente de mi casa de Stamford, en Connecticut, conjuntamente con mi Biblia y un sillón de hamaca, roto. Fue el robo más raro de que tuve noticias, por las cosas que eligieron llevarse.

La pérdida personal de la Biblia fue para mí la más grande de las pérdidas. Era un ejemplar excepcional que estuvo en mi poder durante veinte años. Regalo de una amiga íntima de la infancia, Catherine Rowan-Hamilton; estaba impresa en papel muy fino, con un ancho margen para anotaciones, de casi dos pulgadas, donde se hubiera encontrado la historia espiritual de mi vida, escrita microscópicamente con una pluma de grabar. Había diminutas fotografías de amigos íntimos, y autógrafos de mis compañeros espirituales en el sendero. Quisiera tenerla ahora porque me diría mucho, recordaría a muchas personas y episodios y ayudaría a describir mi desenvolvimiento espiritual, el desenvolvimiento de un trabajador.

Cuando contaba apenas unos meses me llevaron a Montreal, Canadá, donde mi padre era uno de los ingenieros encargados de la construcción del Puente Victoria, sobre el río San Lorenzo. Allí nació mi única hermana. Guardo sólo dos recuerdos memorables de esa época. Uno, el serio disgusto que di a mis padres cuando incité a mi hermanita a entrar juntas en un enorme baúl, donde guardábamos nuestros muchos juguetes. Estuvimos encerradas por largo tiempo y casi nos asfixiamos,
[i21] pues se había cerrado la tapa. El otro, cuando hice mi primer intento de suicidio. No hallaba a la vida digna de vivirse. La experiencia de mis cinco años me hizo sentir que las cosas eran fútiles, de manera que decidí morir, arrojándome desde lo alto de la empinada escalera de piedra de la cocina. No lo logré. Bridget, la cocinera, me recogió al pie de la escalera y me llevó arriba, llena de magulladuras y cardenales, donde encontré mucho consuelo, pero ninguna comprensión.

En el transcurso de mi vida intenté dos veces más poner fin a las cosas, y descubrí que era muy difícil suicidarse. Esos intentos los hice antes de cumplir los quince años. Traté de ahogarme con arena cuando tenía alrededor de once, pero no es agradable sentir la arena en la boca, nariz y ojos, y decidí postergar el día feliz de mi partida. En mi último intento traté de ahogarme en un río de Escocia. Pero una vez Más el instinto de conservación fue demasiado fuerte. Desde entonces ya no me interesa el suicidio, aunque siempre he comprendido el impulso que hay detrás de él.

Este estado de ánimo constante fue quizás el primer indicio de la tendencia mística de mi vida, que más tarde motivó todos
[e24] mis pensamientos y actividades. Los místicos son personas que poseen un gran sentido del dualismo; incansables buscadores, conscientes de algo que debe ser buscado; eternos amantes, en busca de algo digno de su amor; conscientes siempre de aquello a lo cual deben unirse. Están. regidos por el corazón y el sentimiento. En esa época no me agradaba el "sentido" de la vida, ni apreciaba lo que el mundo parecía ser o lo que tenía que ofrecer. Estaba convencida de que en otras partes había cosas mejores. Era de carácter morboso, sentía autoconmiseración, debido a mi soledad; fui excesivamente introspectiva (que suena mejor que decir autocentrada), y estaba convencida de que nadie me quería y, pensando en ello, ¿por qué tenían que quererme? No los puedo culpar, porque nada daba de mí misma. Vivía preocupada [i22] por mis reacciones hacia la gente y las circunstancias. Era el centro desgraciado y autodramatizado de mi pequeño mundo. Este sentimiento de que existían cosas mejores en otras partes, este sentir internamente a las personas y las circunstancias y saber a menudo lo que pensaban o experimentaban, fue el comienzo de la fase mística de mi vida, de lo cual pude extraer todo el bien que más tarde descubrí.

Así comencé conscientemente la eterna búsqueda del mundo de significados que debe descubrirse para hallar respuesta a los enigmas de la vida y a los dolores de la humanidad. El progreso está arraigado en la conciencia mística. Un buen ocultista debe ser ante todo un místico activo (o un místico práctico, o quizás ambos), y el desarrollo de la respuesta del corazón y el poder de sentir (sentir correctamente) deben, natural y lógicamente, preceder al desarrollo mental y a la capacidad de conocer. Sin duda alguna, el instinto de lo espiritual debe preceder al conocimiento espiritual, del mismo modo que los instintos en el animal, el niño y la persona poco evolucionada, siempre preceden a la percepción intelectual. Indudablemente debe haber una visión que preceda al método de desarrollar esa visión hasta convertirla en realidad. Lógicamente existe la duda y a tientas se lo busca a Dios -antes de hollar conscientemente "el camino" que conduce a la revelación.

Quizás llegue el momento en que se preste cierta atención a los adolescentes de ambos sexos, respecto al aprovechamiento de sus tendencias místicas normales, tendencias que muy a menudo las tildan de fantasías de adolescente, que finalmente desaparecen. Para mí, ofrecen oportunidades a los padres y tutores. Este período podría ser utilizado en forma muy constructiva y orientadora. Podría determinarse la orientación de la vida y evitarse muchos sufrimientos posteriores, si el propósito, la causa de las dudas, los anhelos inexpresados y las aspiraciones visionarias,
[e25] fueran captados por los responsables de la juventud. Podría [i23] explicársele a esa juventud que en ellos se está desarrollando un proceso normal y correcto, resultado de la experiencia de vidas pasadas, lo cual indica que deberían prestar atención al aspecto mental de su naturaleza. Ante todo debiera puntualizarse que el alma, el hombre espiritual interno, trata de hacer sentir su presencia y hace hincapié en la universalidad del proceso, a fin de rechazar el sentimiento de soledad y la falsa y peculiar sensación de aislamiento, rasgos perturbadores de tal experiencia. Creo que este método de aprovechar los impulsos y sueños del adolescente, recibirá mayor atención en el futuro. Considero los inocentes sinsabores de mi adolescencia, simplemente como la eclosión de la faz mística de mi vida, que con el tiempo dio lugar al aspecto ocultista, con la mayor seguridad, comprensión e inalterable convicción que ella otorga.

Después que abandonamos Canadá, mi madre enfermó gravemente y nos trasladamos a Davos, Suiza, donde permanecimos por varios meses, hasta que mi padre la llevó a Inglaterra, para morir. Después de su muerte nos fuimos todos a vivir con mis abuelos, en su residencia de Moor Park, en Surrey. La salud de mi padre, en aquel entonces, había desmejorado seriamente. No le favoreció mucho vivir en Inglaterra, y poco antes de su muerte nos llevó a Pau, en los Pirineos. Entonces yo tenía ocho años y mi hermana seis. Pero como el mal de mi padre estaba muy avanzado regresamos a Moor Park y allí nos quedamos, mientras mi padre con un valet-enfermero emprendió un largo viaje a Australia. Nunca lo volvimos a ver, porque falleció mientras viajaba de Australia a Tasmania. Recuerdo perfectamente el día en que llegó a mis abuelos la noticia de su muerte, así como también cuando volvió su valet, tiempo después, trayendo los valores y pertenencias de mi padre. Es curioso que los pequeños detalles, como el de este hombre, cuando entregó a mi abuelo el reloj de mi padre, se graban en la memoria, en tanto que cosas de mayor importancia parecen perderse en el recuerdo.
[i24]Uno se pregunta qué condiciona la memoria de esta, manera y por qué registra algunas cosas y otras no.

Moor Park era una de esas grandes casonas inglesas que de ninguna manera son hogareñas, y sin embargo llegan a serlo. No era muy antigua, puesto que había sido construida por Sir William Temple en los tiempos de la Reina Ana. Sir William había introducido los primeros tulipanes en Inglaterra. Su corazón, guardado en una urna de plata, estaba enterrado bajo un reloj de sol situado en medio del jardín, delante de los ventanales de la biblioteca. Moor Park era una especie de museo, y algunos domingos se abría al público. Tengo dos recuerdos de esa biblioteca, uno,
[e26] cuando permanecía ante alguno de sus ventanales y trataba de imaginarme la escena tal como la debió ver Sir William Temple, en sus jardines y terrazas ocupadas por la presencia de nobles damas y caballeros, llevando el atuendo de esa época. La otra escena no fue imaginaria. Vi el féretro de mi abuelo, donde el cuerpo yacente tenía sólo una gran corona enviada por la Reina Victoria.

Mi hermana y yo llevamos una vida muy disciplinada en Moor Park, donde permanecimos hasta que cumplí trece años, Habíamos vivido viajando y cambiándonos de un lugar a otro, y creo que necesitábamos una buena, dosis de disciplina. Las diferentes gobernantas que tuvimos se encargaron de su aplicación. La única que recuerdo de esos lejanos días, tenía el curioso nombre de señorita Millichap. De cabello hermoso y facciones vulgares, demostraba recato en sus vestidos, abotonados desde el ruedo hasta lo alto del cuello. Vivía enamorada del párroco de turno, un amor sin esperanza, porque no se casó con ninguno de ellos. Teníamos una inmensa sala de clase en el piso alto, donde una gobernanta, una niñera y una doncella, eran responsables de nosotros.

La disciplina que nos aplicaron continuó hasta que fui mayor, y echando una mirada retrospectiva puedo apreciar cuán terriblemente rígida era. Nuestra vida estaba programada cada treinta minutos; aún hoy puedo ver el horario colgado en la pared de la
[i25] sala de estudio, indicando el siguiente deber. Recuerdo perfectamente que cuando consultaba ese horario me preguntaba "¿Qué vendrá ahora?". Nos levantábamos a las seis, con lluvia o sol, en invierno y en verano. Practicaba escalas en el piano durante una hora, o bien preparaba las lecciones del día, si de acuerdo al horario le correspondía a mi hermana estudiar el piano; tomábamos el desayuno a las ocho en punto, en la sala de estudio y bajábamos al comedor a las nueve para orar en familia. Teníamos que empezar el día recordando a Dios y a pesar de la austeridad de la creencia familiar pienso que era un buen hábito. El jefe de la familia se sentaba con su Biblia delante, y a su alrededor los familiares y huéspedes, la servidumbre de acuerdo a su rango y obligaciones -primeramente el ama de llaves, luego la cocinera, las doncellas, la sirviente principal y los que la seguían: ayudante de cocina, criada, lacayo y el mayordomo, que cerraba la puerta. Había verdadera devoción, mucha rebeldía, real aspiración y un intenso aburrimiento, porque la vida es así. No obstante el resultado total de ello era bueno y creo que en estos días vendría bien recordar un poco más a la divinidad.

Desde las nueve y media hasta el mediodía estudiábamos con la gobernanta, terminando con un paseo. Se nos permitía, almorzar en el comedor, pero nos estaba prohibido hablar, y nuestro buen comportamiento y silencio eran vigilados ansiosamente por nuestra
[e27] gobernanta. Aún hoy puedo recordar que a menudo caía en un arrobamiento o ensueño, con los codos apoyados sobre la mesa y mirando por la ventana. De pronto me hacían volver a la vida común las palabras de mi abuela, dirigidas a uno de los lacayos que atendía la mesa: "James, por favor traiga dos platillos y póngalos bajo los codos de la señorita Alice". James obedecía y allí tenían que quedar mis codos hasta el final de la comida. Nunca he olvidado esa humillación y, aún hoy, cincuenta años más tarde, todavía tengo conciencia de quebrantar las reglas si apoyo mis codos sobre la mesa, cosa que no dejo de hacer. Después [i26] del almuerzo teníamos que descansar en un tablero inclinado, durante una hora, mientras nuestra gobernanta nos leía en alta voz algún libro de urbanidad, volviendo luego a hacer un corto paseo para terminar nuestras lecciones a las cinco.

A esa hora debíamos ir al dormitorio, donde la niñera o la doncella nos cambiaba los vestidos. La orden era: vestido blanco con lazo de color, medias de seda y el cabello bien peinado; luego debíamos bajar a la sala tomadas de la mano. Allí nos esperaba toda la familia reunida, después de tomar el té. Permanecíamos de pie delante de la puerta, y después de hacer nuestras reverencias soportábamos el bochorno de las preguntas y de la inspección, hasta que nuestra gobernanta nos venía a buscar. A las 6:30 p.m. teníamos la cena en la sala de estudios, después de lo cual seguíamos con nuestras lecciones hasta las 8 p.m., hora de ir a dormir. En esa época victoriana nunca había tiempo para hacer lo que, como individuos, hubiéramos querido hacer. Era una vida de disciplina, ritmo y obediencia, variando ocasionalmente por los brotes de rebeldía y el consiguiente castigo.

Cuando he hecho un análisis de la vida que llevaban mis tres hijas en los Estados Unidos, donde nacieron y vivieron hasta el final de su adolescencia, y asistieron a las escuelas públicas de ese país, me preguntaba frecuentemente, si les hubiera gustado la vida regimentada que tuvimos que vivir mi hermana y yo. Con algo de éxito he tratado de dar a mis hijas una vida feliz, y cuando se quejaban de la dureza de la vida, como lo hacen normal y naturalmente todos los jóvenes, no he podido dejar de reconocer qué vida maravillosa pasaron, en comparación con la de las niñas de mi generación y condición social.

Hasta los veinte años mi vida estuvo completamente disciplinada por la gente o el convencionalismo social de la época. Yo no podía hacer esto ni lo otro, adoptar tal o cual actitud, pues era incorrecto; ¿qué dirá o pensará la gente, si lo hago? Me decían: "Hablarán de ti si haces esto o aquello"; "ésa no es la clase de persona que
[i27] debes conocer; no hables con ese hombre o esa mujer; la gente bien, no habla ni piensa así; no debes bostezar [e28] ni estornudar en público; no debes hablar si no te dirigen la palabra", y así sucesivamente. La vida estaba totalmente restringida por las cosas que se tenía prohibido realizar, regida por reglas minuciosas, cualquiera fuera la situación.

Otras dos cosas se destacan en mi memoria. Desde la edad más temprana se nos enseñó a preocuparnos por los pobres y los enfermos y a comprender que la fortuna implica responsabilidad. Varias veces por semana, a la hora de nuestro paseo, íbamos a la despensa a buscar dulces y sopas para algún enfermo que vivía en nuestra propiedad, o ropas para algún recién nacido de uno de los arrendatarios, o libros destinados a alguien que, por alguna circunstancia, debía permanecer en su casa. Esto puede ser un ejemplo del régimen paternalista y feudalista de Gran Bretaña, pero tenía sus cosas buenas. Quizás sea mejor que hoy haya desaparecido -personalmente así lo creo-, pero vendría bien ese entrenado sentido de la responsabilidad y del deber hacia los demás, entre la clase acaudalada de este país. Se nos enseñaba que el dinero y la posición social implican ciertas obligaciones, las cuales debían cumplirse.

Otro recuerdo que conservo vívidamente en mi memoria es la belleza de la campiña, los senderos floridos y los bosques, por donde mi hermana y yo conducíamos nuestro carruaje, arrastrado por un pony. Era lo que en aquellos días se llamaba "carruaje de gobernanta", construido, presumo, especialmente para los niños. En los días de verano mi hermana y yo solíamos salir en él, acompañadas por un pequeño paje de librea y tricornio, de pie sobre el estribo. A veces pienso si mi hermana recordará aún esos días.

Al morir mi abuelo, Moor Park fue vendido, y fuimos a Londres a vivir con mi abuela, por una breve temporada. EI mejor recuerdo que conservo de esa época es cuando dábamos vueltas en el parque con mi abuela, en una victoria (como se
[i28] denominaba ese tipo de carruaje) tirada por una yunta de caballos, y en el pescante iban de librea el cochero y el lacayo. Todo era muy aburrido y monótono. Después se tomaron otras disposiciones respecto a nosotras, aunque hasta su muerte pasamos mucho tiempo con ella. Era entonces muy anciana, pero aún poseía vestigios de su belleza. Debió haber sido muy hermosa, como lo prueba un retrato pintado en la época de su casamiento, a principios del siglo XIX. La segunda vez que volví a los Estados Unidos después de ver a mis parientes llevando a mi hija mayor, infante aún, llegué a Nueva York cansada, enferma, desdichada y añorando mi patria. Fui a almorzar al hotel Gotham en la Quinta Avenida, y mientras estaba sentada en su sala de espera, triste y deprimida, al tomar y abrir al azar una revista ilustrada, me encontré con [e29] gran sorpresa con los retratos de mi abuela, abuelo y bisabuelo. La impresión fue tan grande que derramé lágrimas, y desde entonces ya no me sentí tan alejada de ellos.

Desde el tiempo que salí de Londres (cuando contaba alrededor de trece años) hasta que se estimó terminada nuestra educación, toda mi vida fue cambio y movimiento continuos. Como la salud de mi hermana y la mía no se consideraban muy buenas, pasamos varios inviernos en la Riviera francesa, donde alquilábamos una pequeña villa cerca de otra más grande, en la cual residían un tío una tía. Allí teníamos instructores franceses y una gobernanta residente para acompañarnos, y todas nuestras lecciones eran en francés. Los veranos los pasábamos en casa de otra tía, en el sur de Escocia, yendo y viniendo para visitar en Galloway a otros parientes y relaciones. Ahora puedo darme cuenta que fue una vida abundante en contactos, en bellos y ociosos días de verdadera cultura. Disponía de tiempo para leer y de horas para mantener conversaciones interesantes. En otoño íbamos a Devonshire, acompañadas siempre por una gobernanta,
[i29] la señorita Godby, que estuvo con nosotras desde que cumplí los doce años, hasta que entré en una escuela complementaria a los dieciocho, en Londres. Fue una de las personas con quien me sentí "apegada". Me despertó el sentido de "pertenencia" y también fue una de las pocas personas en esa época de mi vida, de quien sentí que me creía y quería realmente.

Tres personas despertaron en mí ese sentido de confianza. Una de ellas fue mi tía, la señora Maxwell, en Castramont, de quien ya me he ocupado. Acostumbrábamos pasar todos los veranos con ella, y fue, recordando el pasado, una de las fuerzas básicas condicionantes de mi vida. Me proporcionó una clave para vivir, por lo cual siento hasta hoy que todo lo logrado en mi vida puede atribuírsele a su profunda influencia espiritual. Hasta su muerte estuvo en estrecho contacto conmigo, aún cuando dejé de verla veinte años antes de su deceso. La otra persona que siempre me comprendió fue Sir William Gordon de FarIston. No nos unía parentesco carnal sino político, y para todos era simplemente "el tío Billie". Fue uno de los hombres -en esa época, un joven teniente- que dirigió "la carga de la Brigada Ligera" en Balaklava, y según rumores, el único que, "llevando su cabeza bajo el brazo", escapó de la carga. Cuando niña palpaba frecuentemente los ganchos de oro que los cirujanos de entonces habían insertado en su cráneo. Siempre me defendió, y aún ahora me parece oírle decir, como lo hacía con frecuencia: "Confío en ti, Alice. Sigue tu propio camino. Todo te irá bien".

La tercera persona fue la gobernanta, de quien les he hablado. Siempre estuve en contacto con ella y la vi poco antes de su muerte,
[e30] acaecida en 1934. Era entonces una anciana, pero para mí siempre la misma. Dos cosas le interesaban. Le preguntó a mi esposo si yo todavía creía en Cristo, y demostró estar muy tranquila cuando le dijo que sí. Otra cuestión que [i30] quiso aclarar conmigo fue un episodio extremadamente pérfido de mi vida, y era si recordaba que cuando tenía catorce años, una mañana arrojé al inodoro todas sus joyas y luego hice correr el agua. Bien que lo recordaba. Fue algo deliberado. Me sentí furiosa contra ella por algo que he olvidado totalmente. Fui a su habitación, recogí todo lo de valor, reloj, pulsera, prendedores, anillos, etc., y los hice desaparecer irremediablemente. Pensé que no se daría cuenta que yo lo había hecho. Pero descubrí que yo y mi progreso eran para ella de más valor que sus posesiones. Como se ve, no era una niña buena. No sólo tenía mal carácter, sino que siempre quería saber qué era lo que hacía actuar a la gente y por qué se desempeñaban y comportaban como lo hacían.

La señorita Godby acostumbraba llevar un diario, de autoanálisis, en el cual todas las noches anotaba los fracasos diarios y, en forma morbosa (de acuerdo a mi actual actitud hacia la vida), cada día analizaba sus palabras y actos a la luz de la siguiente pregunta: ¿Qué hubiera hecho Jesús?" Cierto día encontré ese libro, durante unos de mis merodeos inquisitivos, y había tomado la costumbre de leer cuidadosamente sus anotaciones. De allí descubrí que conocía quién le había sustraído y destruido las alhajas, pero (como cuestión de disciplina para mí misma y con el fin de ayudarme) no me iba a decir una palabra, hasta que mi propia conciencia me impulsara a confesarlo. Sabía que inevitablemente lo confesaría, porque tenía confianza en mí -por qué, no lo sé. Al cabo de tres días fui a verla y le conté lo que había hecho, y la encontré más apesadumbrada por haberle leído sus anotaciones privadas que por la destrucción de sus joyas. Como observarán, mi confesión fue plena. Su reacción me dio un nuevo sentido de los valores. Me hizo pensar
[i31] seriamente, lo cual fue bueno para mi alma. Por primera vez empecé a diferenciar entre los valores espirituales y los materiales. Para ella constituía mayor pecado el que fuera bastante deshonesta por haber leído anotaciones privadas, que por destruir cosas materiales. Me proporcionó la primera gran lección de ocultismo, me hizo distinguir la diferencia entre el yo y el no-yo y entre los valores intangibles y los tangibles.

Mientras estaba con nosotros, se hizo de algún dinero, no mucho, tanto como para no tener que ganarse el sustento más tarde. Pero rehusó abandonarnos, porque sentía (como me dijo cuando tenía más edad) que yo necesitaba de su cuidado y comprensión. He sido muy afortunada con mis relaciones ¿no les parece?, pues la gente es principalmente amorosa, buena y comprensiva, Quiero
[e31] dejar constancia que ella y mi tía Margaret me prodigaron algo de tanto significado espiritual y verdadero, que hasta hoy trato de vivir de acuerdo a la nota que ellas emitieron. Ambas eran muy distintas. La señorita Godby se caracterizaba por su sencillez, trasfondo y dotes comunes, pero sana y afable. Mi tía era en extremo hermosa, muy conocida por su filantropía y sus puntos de vista religiosos, e igualmente sana y afable.

Cuando cumplí dieciocho años fui enviada a una escuela de Londres para terminar mi educación, en tanto que mi hermana fue nuevamente al sur de Francia con una gobernanta. Nos separamos por primera vez, quedando librada a mi propio arbitrio. Creo que no tuve mucho éxito en la escuela. Era realmente buena en historia y literatura. Poseía una buena cultura clásica, y mucho se puede esperar del intenso entrenamiento individual adquirido desde la infancia, e impartido por un maestro particular bueno y culto. Pero en matemáticas, hasta en la simple aritmética, era irremediablemente mala, tan mala que fueron retiradas de mi programa esas asignaturas, pues no era posible
[i32] que una joven de dieciocho años tuviera que hacer sumas y restas a la par de las de doce años. Espero que aún me recuerden (lo cual dudo) como la joven que desde el tercer piso vaciaba las almohadas de plumas sobre las cabezas de los huéspedes de la directora, mientras se dirigían solemnemente al comedor, en la planta baja. Esto lo hacía en medio de los murmullos de admiración de las otras jóvenes.

A esto siguió un intervalo, de un par de años, de vida rutinaria y vulgar. Nuestro tutor alquiló una pequeña casa para mi hermana y yo, en un pueblito de Hertforshire, cerca de Saint Albans, instalándonos con una dama de compañía que nos dejó libradas a nuestra suerte. De inmediato compramos las mejores bicicletas que se podían conseguir en ese entonces, y empezamos a investigar los alrededores. Aún ahora recuerdo con gran emoción, la llegada y desembalaje de las brillantes máquinas. Ibamos en bicicleta a todas partes y nos divertíamos mucho. Explorábamos el distrito, que en aquel entonces era pura campiña, y no el suburbio de hoy. Creo que en esa época desarrollé mi afición por lo misterioso, que más tarde se convirtió en una gran pasión por las novelas policiales y de misterio. Una asoleada mañana, mientras empujábamos nuestras bicicletas por una empinada cuesta, dos hombres descendían, y al cruzarse con nosotras, uno de ellos se volvió a su compañero y le dijo: "Te aseguro amigo que corría como el demonio con una sola pierna". Todavía estoy tratando de descifrar ese misterio.

En esa época realicé mis primeros intentos de maestra. Me hice cargo de una clase de varones en la Escuela Dominical. Todos rayaban
[e32] en la adolescencia y sabía que eran muy díscolos. Estipulé enseñarles en un salón desocupado situado cerca de la iglesia no en la Escuela Dominical, y que debían dejarme sola mientras enseñaba. Pasamos momentos muy emocionantes. Todo comenzó con un motín, y yo anegada en lágrimas, pero [i33] al cabo de tres meses éramos un grupo de íntimos amigos. Lo que enseñé y cómo lo enseñé lo he olvidado. Sólo recuerdo mucha risa, ruido y amistad. No sé si habré hecho algo perdurablemente bueno, pero los mantenía sin hacer diabluras durante dos horas, todos los domingos por la mañana.

Durante ese tiempo y hasta cumplir los veintidós años, en que llegué a poseer mi pequeña renta (como también mi hermana), vivimos la vida de las niñas de sociedad; teníamos lo que se llamaba ''tres temporadas londinenses", participando de las consabidas fiestas, tés y cenas, exhibiéndonos, sin lugar a dudas, en el mercado matrimonial. En esa época era extremadamente religiosa, pero tenía que asistir a los bailes para que mi hermana no fuera sola a esos lugares de perversión. En qué medida me toleraba la gente con quien me encontraba, no lo sé. Era tan religiosa y permanecía tan embebida en mi conciencia mística, y mi conciencia era tan morbosamente sensible, que no podía bailar con un hombre o sentarme durante una cena junto a alguien sin antes haberme cerciorado de que había sido "salvado". Creo que lo único que me libró del aborrecimiento total y violenta repulsión, fue el hecho de mi sinceridad y evidente disgusto por tener que averiguarlo. Era muy joven, muy tonta, bien parecida e iba elegantemente vestida, y a pesar de una ostentosa santidad, era inteligente, bien educada y, a veces, interesante.

Siento un secreto respeto por mí misma al mirar hacia atrás, porque era tan penosamente apocada y reticente, que sufría indecibles angustias, mientras me obligaba a expresar mi preocupación por las almas de gente desconocida.

Aparte del hecho de que mi tía y mi gobernanta eran muy religiosas ¿por qué eran tan firmes mi aspiración espiritual y mi estricta determinación de ser buena? El hecho de que esta determinación fuera matizada por mi medio ambiente religioso, nada tiene que, ver con ello;
[i34] lo único que sabía hacer era expresar mi espiritualidad, asistiendo al primer servicio de comunión todos los días, si era posible, y tratar de salvar a la gente. Esa expresión particular de servicio y empeño religioso no podía evitarla, pero eventualmente la trascendí. Pero ¿cuál fue el factor que me trasformó de una joven de mal carácter, más bien vanidosa y ociosa, en una trabajadora y (momentáneamente) en una fanática?

El 30 de junio de 1895 tuve una experiencia y nunca he olvidado esa fecha. Durante meses había sufrido las desdichadas agonías
[e33] de la adolescencia. La vida no valía la pena vivirla. Sólo veía desdichas y dificultades en todas partes. Tampoco había pedido venir al mundo, pero aquí estaba. Acababa de cumplir quince años. Nadie me quería; sabía que tenía un carácter odioso, y no me sorprendía que la vida fuera difícil. Tampoco tenía un porvenir por delante, excepto el matrimonio y la vida rutinaria de los de mi casta y clase. Odiaba a todos, con excepción de dos o tres personas, y sentía envidia de mi hermana, de su inteligencia y belleza. Se me había enseñado el cristianismo más estrecho y que la gente que no pensara como yo, no podría ser salvada. La Iglesia Anglicana estaba dividida en dos, el alto clero que era casi anglocatólico, y el bajo clero que creía en un infierno para quienes no aceptaban ciertos principios, y en un cielo para quienes los aceptaban. Durante seis meses del año pertenecía a un sector y los otros seis meses (cuando no estaba en Escocia y bajo la influencia de mi tía) a otro. Me sentía atraída por la belleza del ritual y la estrechez del dogma. Ambos grupos introducían en mi conciencia el trabajo misionero. El mundo estaba dividido entre los cristianos, que trabajaban duramente para salvar las almas, y los herejes, que se arrodillaban delante de las imágenes para adorarlas. El Buda era una imagen de [i35] piedra y nunca se me ocurrió, en aquel entonces, que sus estatuas podían compararse con las estatuas e imágenes de Cristo de las iglesias cristianas, que me eran tan familiares cuando estaba en el continente europeo. Mi confusión era total. De pronto -encontrándome en el punto álgido de mi desdicha y en medio de mi dilema y duda- se me apareció uno de los Maestros de Sabiduría

Cuando ocurrió eso y hasta muchos años después, no tuve la más remota idea de, quién podía ser, y quedé totalmente atemorizada. Aunque joven, tenía la suficiente inteligencia como para saber algo acerca del misticismo e historia religiosa de los adolescentes, pues había oído hablar de ello a los que ayudaban en el trabajo religioso. Había asistido a muchas reuniones de jubileo y visto a muchas personas "perder el control de sí mismas", según lo denominaba yo. Por eso nunca relaté mi experiencia a nadie, por temor a que se me clasificara como un "caso mental" que debía vigilarse y manejar con cuidado. Me sentía intensa y espiritualmente viva. Era anormalmente consciente de mis fallas. Estaba en casa de mi tía Margaret de Kirkcudbridghtshire, en Castramont, y el ambiente en ese entonces no podía ser mejor.

Era un domingo por la mañana. El anterior había escuchado un sermón que despertó mi aspiración. Ese domingo, por alguna razón, no fui a la iglesia. El resto de la familia estaba ausente, y solo la servidumbre y yo quedamos en la casa. Me encontraba en la sala leyendo. De pronto se abrió la puerta y entró un hombre alto, vestido a la europea (con un traje de muy buen corte, según
[e34] recuerdo) y un turbante que le cubría la cabeza; se sentó junto a mí. Quedé petrificada al ver el turbante y no atiné a decir palabra ni preguntar a qué venía. Entonces comenzó a hablar. Me dijo que yo debía realizar un trabajo en el mundo, y que ello implicaba cambiar considerablemente [i36] mi disposición, pues tenía que dejar de ser una criatura desagradable y obtener cierta medida de autocontrol. Mi futuro servicio para Él y para el mundo, dependía de cómo me manejara y de los cambios que llegara a efectuar. Me dijo que si podía lograr un verdadero autocontrol confiaría en mí, y agregó que yo viajaría por todo el mundo y visitaría muchos países "para realizar el trabajo de mi Maestro". Desde entonces esas palabras resuenan en mis oídos. Recalcó que todo dependía de mí y de lo que pudiera y quisiera hacer de inmediato. Agregó que estaría en contacto conmigo a intervalos, durante varios años.

La entrevista fue muy breve. No pronuncié una sola palabra, limitándome a escuchar, mientras Él hablaba con mucho énfasis. Habiendo dicho lo que tenía que decir, se levantó y salió de la habitación, deteniéndose en la puerta por un minuto, para dirigirme una mirada que recuerdo nítidamente hasta hoy. No supe qué pensar de lo ocurrido. Al recuperarme del sobresalto me sentí al principio atemorizada y creí que me estaba volviendo loca o que me había quedado dormida, soñando, entonces reaccioné y experimenté una plácida satisfacción, considerándome una Juana de Arco (mi heroína de esa época) que, como ella, había tenido visiones espirituales y había sido elegida para una gran obra. No podía imaginarme cuál sería, pero me veía como la dramática y admirada instructora de miles de personas, error muy común entre los principiantes, y lo he podido comprobar en muchos grupos ocultistas. La sinceridad y la aspiración de las personas, logran producir algún contacto interno espiritual, que luego interpretan en términos de éxito e importancia personales. Para mí fue una reacción causada por el sobrestímulo, a la cual le siguió otra que permitió destacar en mi mente la crítica que había hecho acerca de mí. Llegué a la conclusión que quizás, después de todo, no era yo de la categoría de Juana de Arco, sino simplemente alguien
[i37] que podía ser mejor de lo que había sido, que debía comenzar a controlar un carácter bastante violento. Comencé a hacerlo. Traté de no ser tan iracunda y a controlar mi lengua, y durante un tiempo me porté tan bien que mi familia se preocupó; creían que estaba enferma y casi me rogaron que reasumiera mis despliegues explosivos. Me había vuelto virtuosa, dulce y sentimental.

Mientras transcurrían los años, descubrí que a intervalos de siete años (hasta los treinta y cinco) tuve indicios de la supervisión
[e35] y del interés de ese personaje. En 1915 descubrí quién era y que otras personas lo conocían. Desde entonces nuestras relaciones se han ido estrechando, al punto que hoy puedo entrar en contacto con Él a voluntad. Esta disposición de hacer contacto con un Maestro sólo es posible cuando un discípulo también está dispuesto a valerse únicamente de ello en momentos excepcionales y de verdadera emergencia para el servicio mundial.

Descubrí que el visitante era el Maestro K. H., Koot Hoomi, que está muy cerca de Cristo, pertenece a la línea de la enseñanza y es un destacado exponente del amor-sabiduría, de lo cual Cristo es la más cabal expresión. El verdadero valor de esta experiencia no reside en el hecho de que yo, una joven llamada Alice La Trobe-Bateman tuviera una entrevista con uno de los Maestros, sino que, sin saber absolutamente nada de Su existencia, conociera a uno de Ellos y conversara conmigo. El valor también reside en que todo lo que me dijo se cumplió (después que arduamente cumplí con los requisitos) y porque descubrí que no era el Maestro Jesús, como supuse lógicamente, sino un Maestro sobre quien nunca había oído hablar, siéndome totalmente desconocido. De todos modos, el Maestro K. H. es mi Maestro bienamado y real. He trabajado para Él desde los quince años, y soy ahora uno de los
[i38] discípulos avanzados de Su grupo o (como se lo designa esotéricamente) de Su Ashrama.

Hago estas declaraciones con un propósito bien definido. Tantas tonterías se han dicho sobre estas cosas y tantas afirmaciones han hecho quienes no tienen la experiencia ni la orientación mental y espiritual requeridas, que los verdaderos discípulos se avergüenzan de mencionar su trabajo y posición. Quiero allanarles el camino futuro a todos los discípulos y desmentir las estupideces que postulan muchas de las llamadas escuelas esotéricas de pensamiento. Decir que se pertenece al discipulado es permitido, eso no divulga nada y sólo tiene valor si se está respaldado por una vida de servicio. Nunca es permitida la afirmación de ser un iniciado de cierto grado, excepto entre los de igual grado, entonces ya no es necesaria. El mundo está lleno de discípulos. Dejen que ellos lo reconozcan y se mantengan unidos por el vínculo del discipulado y faciliten a los demás la misma realización. Así se comprobará la realidad de la existencia de los Maestros en forma correcta, por medio de la vida y los testimonios de quienes son entrenados por Ellos.

Otro hecho que tuvo lugar más o menos al mismo tiempo, me convenció de que existía otro mundo de cosas. Fue algo que en esa época no podía imaginarme, pues no creía posible tal acontecimiento. Por dos veces tuve un sueño en plena conciencia vigílica. Lo denominé sueño, porque entonces no cruzó por mi mente
[e36] lo que podía ser. Ahora sé que participé en algo ocurrido verdaderamente, pero no llegué a comprender cuándo tuvo lugar ese doble acontecimiento. En ello reside su valor, pues no hubo oportunidad para la autosugestión, pensamiento ansioso o imaginación excesivamente vívida.

Dos veces (mientras vivía y trabajaba en Gran Bretaña) participé en una ceremonia extraordinaria, y recién después de casi dos
[i39] décadas descubrí de qué se trataba. Supe que la ceremonia en la cual tomé parte, tiene lugar todos los años en el momento de la "Luna llena de mayo". Es el plenilunio correspondiente al mes de Vaisaka (Tauro), según su antigua denominación en el calendario hindú. Este mes tiene una importancia vital para todos los budistas. El primer día es la fiesta nacional conocida como el Año Hindú. Este extraordinario acontecimiento se celebra todos los años en un valle de los Himalayas, y no es un acontecimiento mítico subconsciente sino un evento real en el plano físico. Estando completamente despierta, de repente me encontré en este valle, formando parte de una vasta y ordenada muchedumbre, en su mayor parte oriental, con un gran porcentaje de occidentales. Sabía exactamente dónde estaba ubicada entre ese gentío, y me di cuenta que era el lugar que me correspondía, e indicaba mi grado espiritual.

El valle era amplio, de forma ovalada, rocoso, bordeado por altas montañas. La gente aglomerada en el valle miraba al este, hacia un estrecho paso semejante en su extremo al cuello de una botella. A cierta distancia de este paso, en forma de embudo, se alzaba una inmensa roca, elevándose desde el suelo como una gran mesa y sobre ella se veía un cuenco de cristal lleno de agua, de más o menos un metro de diámetro. A la cabeza de la muchedumbre y delante de la roca se hallaban tres Personajes formando un triángulo, y con gran sorpresa vi que quien ocupaba el ápice del triángulo era el Cristo. La multitud expectante parecía estar en continuo movimiento y, mientras se movían, iban formando grandes y familiares símbolos -la cruz en sus diversas formas, el círculo con el punto en el centro, la estrella de cinco puntas y varios triángulos entrelazados. Era una especie de solemne danza rítmica, muy pausada y decorosa, pero completamente silenciosa. De pronto los tres Personajes, delante de la roca, extendieron Sus brazos al cielo. La
[i40] multitud quedó inmóvil. En el extremo lejano, desde el cuello de la botella, apareció en el cielo un personaje flotando sobre el paso, aproximándose lentamente a la roca. En forma cierta y subjetiva, comprendí que era el Buda. Sentí que lo reconocía, sabiendo que de ninguna manera empequeñecía a nuestro Cristo. Tuve una vislumbre de la unidad del Plan al que el Cristo, el Buda y todos los Maestros se dedican [e37] eternamente. Me di cuenta, por primera vez, aunque en forma vaga e incierta, de la unidad de toda manifestación y existencia -el mundo material, el reino espiritual, el discípulo aspirante, el animal que evoluciona y la belleza de los reinos vegetal y mineral-, constituyendo un todo divino y viviente que progresa para demostrar la gloria del Señor. Capté en forma vaga que los seres humanos necesitan del Cristo, del Buda y de todos los miembros de la Jerarquía planetaria, y que había sucesos y acontecimientos de mayor importancia para el progreso de la raza que los registrados por la historia. Me quedé anonadada, porque para mí, en esa época, los herejes seguían siendo herejes y yo era cristiana. Profundas y fundamentales dudas embargaron mi mente. A partir de entonces mi vida quedó impregnada, como lo sigue estando hoy, por el conocimiento de que existen los Maestros y ocurren hechos subjetivos en los planos espirituales internos y en el mundo de significados, que constituyen parte de la vida misma, y quizás la más importante. Desconocía la forma en que podían ser adaptadas esas cosas, a mi limitada teología y vida diaria.

Se dice que las experiencias espirituales más íntimas y profundas nunca deben discutirse ni relatarse. Ésta es una verdad fundamental, y nadie que las "haya experimentado" realmente, se interesará por tales discusiones. Cuanto más profunda y vital sea la experiencia, menor será la tentación de narrarla. únicamente a los principiantes que les ha ocurrido un acontecimiento imaginario o teórico en su conciencia,
[i41] proclaman tales experiencias. He relatado deliberadamente los dos hechos subjetivos mencionados (¿o fue subjetivo sólo el primero?), pues creo que ha llegado el momento en que las personas preparadas, reconocidas como sensatas e inteligentes, agreguen su testimonio al de los frecuentemente desacreditados místicos y ocultistas. Estoy bien conceptuada como mujer inteligente y normal, eficaz dirigente y autora creadora, y deseo agregar mi comprobado conocimiento y convicción a lo que han testimoniado muchos otros, a través de las edades.

Durante todo ese tiempo me había dedicado a las buenas obras. Era trabajadora activa de la rama Femenina de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Asistía (pero sufría debido a mi juventud) a las reuniones de los dirigentes de esa organización porque mi tía era la presidenta. Empleaba mucho tiempo en grandes reuniones hogareñas, donde era bien recibida como Alice La Trobe-Bateman, y allí luchaba con las almas de mis contemporáneos a fin de salvarlos. Siendo muy buena en ese menester, ahora me pregunto -desde el punto de vista de una sabiduría más mundana- se salvaban más rápidamente sólo para librarse de mí, por ser tan pertinaz y ansiosa. Al mismo tiempo, la tendencia mística de
[e38] mi vida iba profundizándose; Cristo fue para mí una realidad siempre presente. Ambulando por los páramos de Escocia, recorriendo los bosques de naranjos de Mentone en el sur de Francia, o las colinas de Montreaux en el lago de Ginebra, trataba de sentir a Dios. Tendida de espaldas en la campiña o a la vera de una roca, escuchaba el silencio que me rodeaba y trataba de oír la Voz, después de haberse acallado las numerosas voces de la naturaleza y de mi interior. Sabía que detrás de todo lo que podía ver y palpar existía algo invisible, pero que podía sentirse, siendo mucho más real y verdaderamente esencial que lo tangible. Me habían enseñado a creer en un Dios Trascendente, externo a su mundo creado, inescrutable, impredecible, [i42] a menudo cruel (a juzgar por lo que relata el Antiguo Testamento), que ama sólo a los que, lo reconocen y aceptan, sacrificando a su Hijo unigénito para que la gente como yo, se salve y nunca perezca. En lo más íntimo criticaba esta presentación de un Dios amoroso, aunque lo aceptaba automáticamente. Pero estaba muy lejos, distante, era inalcanzable.

Sin embargo, todo el tiempo, algo en mi interior, incipiente e indefinible, buscaba a Dios Inmanente, un Dios detrás de todas las formas, que pudiera descubrirse en todas partes, tocarse y conocerse realmente. Un Dios que amara a todos los seres, buenos y malos, y que los comprendiera tanto como a sus limitaciones y dificultades. Este Dios no era de manera alguna la tremenda y terrible Deidad que yo conocía, reverenciado por la Iglesia Cristiana. Sin embargo, teológicamente no existía tal persona, sino únicamente un Dios que debía ser aplacado, celoso de Sus derechos, que en un proyecto carente de lógica pudo sacrificar a su Hijo Unigénito para salvar a la humanidad, y que por su progenie no poseía el amor del padre común. Éstos eran los pensamientos que trataba de arrancarme como pecaminosos y falsos, pero sutilmente me acuciaban detrás de la escena. No obstante Cristo siempre estaba presente. Lo conocía; Él luchaba y suspiraba por la humanidad; agonizaba para salvarla, pero era incapaz de salvar a la gente en gran escala y, por lo tanto, permanecía y veía como iban al infierno. En esa época no me formulaba todo esto con claridad; yo fui salvada y me sentía feliz por ello. Trabajaba arduamente para salvar a otros, y era una lástima que Dios hubiera creado un infierno; pero lógicamente, daba por sentado que Él sabía lo que hacía, y de todos modos ningún cristiano había dudado de Dios, sino que simplemente aceptaba lo que se les decía, respecto a los dictámenes de Dios, y nada más.

Éste era mi trasfondo espiritual y mi campo de reflexión.
[i43] Desde el punto de vista mundano las cosas no resultaban tan fáciles. Ni mi hermana ni yo nos habíamos casado, a pesar de las oportunidades, [e39] la buena posición y las amplias relaciones personales. Creo que fue un gran alivio para nuestros tíos y tías llegar a nuestra mayoría de edad, salir de los atrios de Chancery y quedar libradas a nuestra suerte. En realidad, alcancé mi mayoría de edad cuando mi hermana menor cumplió los veintiún años.

Entonces comenzó un nuevo cielo para nosotras. Cada una siguió su camino. Nuestros intereses eran totalmente distintos, y apareció la primera brecha entre nosotras: mi hermana eligió la medicina, y después de algunos meses de preparación, ingresó en la Universidad de Edimburgo, donde terminó una brillante carrera. En cuanto a mí, no sabía exactamente qué haría en esa época. Había recibido una educación clásica extremadamente buena, hablaba francés con toda fluidez y algo de italiano; tenía bastante dinero como para vivir confortablemente en esos días en que no se gastaba mucho y se vivía relativamente con comodidad; creía firmemente en el Cristo, pues ¿no era yo acaso, una de las elegidas?, y también creía en un cielo de felicidad para quienes pensaban como yo, y en un infierno para los que no pensaban así, aunque después de haber hecho todo lo posible para salvar sus almas, trataba de no preocuparme mucho por ellos. Tenía en verdad un conocimiento profundo de la Biblia, buen gusto para vestir, era bien parecida, y profunda y completamente ignorante de las realidades de la vida. Nada se me había informado acerca de sus procesos y ésta fue la base de mis muchas desilusiones, a medida que la vida seguía su marcha. Parecía (en esa época) que estaba sujeta a una curiosa "protección" en el trabajo peculiar y fuera de lo común, que elegí hacer en ese nuevo ciclo de mi vida, de los veintiuno a los veintiocho años. Siempre había llevado una vida muy protegida, y no salía sin la dama de compañía, un familiar o una doncella. Era tan inocente que por eso mismo no me pasaba nada.

[i44] Esto lo demuestra un hecho peculiar ocurrido cuando tenía alrededor de diecinueve años. Había ido a pasar una temporada en una de las grandes mansiones de Inglaterra, llevando a mi doncella. Es innecesario decir que no recuerdo el nombre ni el lugar. Era la única persona en esa mansión señorial que carecía de título nobiliario. La primera noche noté que mi doncella se preparaba para dormir en una pequeña sala de estar, al lado de mi dormitorio, y cuando le expresé mi sorpresa, me dijo que no tenía la menor intención de dejarme sola, me gustara o no. Yo no comprendía nada de lo que pasaba, ni tampoco entendía mucho de lo que se conversaba en las comidas. Estoy convencida de que los numerosos huéspedes estaban completamente aburridos conmigo y me consideraban una perfecta idiota. Las indirectas y réplicas significativas me hacían creer y sentir una tonta. Me [e40] quedaba el único consuelo de estar muy bien vestida, ser elegante y saber bailar. A los dos días de estar allí, una mañana, del desayuno, se me aproximó un caballero muy conocido -encantador, fascinante, buen mozo, pero de dudosa reputación- y pidió hablar conmigo. Nos dirigimos a una sala, denominada el salón rojo, y cuando estuvimos solos me dijo: "He dicho a la dueña de casa que usted se irá en el tren de las 10:30 de la mañana; el carruaje estará dispuesto para esa hora, a fin de conducirla a la estación; su doncella ya recibió órdenes de preparar sus enceres. Le pregunté que había hecho yo. Palmeándome el hombro me respondió: "Voy a darle dos razones. Una, que para la mayoría de las personas que están aquí, aunque no para mí, usted es una aguafiestas, pues aparenta estar siempre perpleja u ofendida. La otra, que no parece ofendida cuando debiera estarlo. Eso es realmente serio. Llegué a la conclusión que, debido a su ignorancia, sería mejor que alguien se ocupe de usted".

Partí, como lo había dispuesto, sin saber si debía sentirme halagada u ofendida. Este episodio revela no sólo
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la estupidez e ignorancia de las niñas de mi rango en los días victorianos, sino el hecho de que algunos hombres, considerados muy frívolos, pueden ser buenos y comprensivos.

Con este trasfondo y equipo, y con la firme determinación de salvar a las almas perdidas, me dediqué a hacer algo que creí útil. Por otra parte, tenía el propósito de ser libre, a cualquier precio.


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