Autobiografía Inconclusa

      


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CAPITULO SEGUNDO

[e41] [i46] Terminó esa etapa fácil de mi vida, de relativa responsabilidad y sin preocupaciones. Había durado veintidós años, y fue la única vez en mi vida que formé parte de una familia, con el trasfondo, el prestigio y la seguridad que ello implicaba. Me divertí mucho, conocí mucha gente, viajé bastante. No recuerdo cuántas veces crucé el Canal de la Mancha en mis muy frecuentes viajes de ¡da y vuelta a Europa. Afortunadamente soy buen marinero y me agrada el mar por encrespado que esté. No puedo recordar las amigas personales de esa época, excepto una, con quien continúo la amistad y mantengo aún correspondencia. Nos conocimos en Suiza y juntas aprendimos a hacer encajes de Irlanda. Siempre me sentí orgullosa de esa proeza, y mi orgullo aumentó cuando vendí en una ocasión dos yardas de blondas a treinta dólares la yarda, a beneficio de la Sociedad del Templo Misionero, pues en esos días yo, personalmente, no necesitaba dinero.

Pero había llegado el momento en que sentía la necesidad de prestar alguna utilidad al mundo y justificar mi existencia. En esos días expresaba este anhelo con la frase: "Jesús fue por el mundo haciendo el bien" y yo, como Su seguidora, debo hacer lo mismo. De modo que comencé furiosa y fanáticamente "a hacer el bien". Me convertí en evangelista, vinculada al ejército británico.

Echando una mirada a esa época, en que actuaba como evangelista entre las tropas británicas, me doy cuenta que fue la etapa más feliz y satisfactoria de toda mi vida. Sentía gran satisfacción por mí misma y por todo lo que me concernía. Hacía cuanto quería, y todo con mucho éxito. No tenía ninguna preocupación (aparte de la esfera de trabajo que había elegido) ni responsabilidad. Sin embargo, [i47] comprendo que fue un ciclo importante en mi vida, que alteró por completo todas mis actitudes. Lo que me ocurrió durante ese período no lo comprendí entonces, pero tuvieron lugar grandes cambios internos. Sin embargo fui muy extrovertida en mi modo de pensar y actuar, relativamente inconsciente de ello. Había roto con mi familia y puesto fin a mi vida de niña de sociedad.

Cuando digo "rompí" con los míos, no quiero significar que había cortado toda relación. Siempre he mantenido contacto con mi [e42] familia, desde entonces hasta hoy, pero nuestros caminos se apartaron, nuestros intereses fueron y son completamente distintos y nuestra relación actual no es de parientes sino de amigos. En forma amplia y general, creo haber pasado una vida más interesante y agitada que la de ellos. Nunca sentí que los lazos consanguíneos tuvieran importancia. ¿Por qué tiene que simpatizar la gente entre sí y estar en íntimo contacto, sólo por haber tenido afortunada o desgraciadamente los mismos abuelos? Esto no parece razonable y creo que ha traído una serie de dificultades. Es una gran cosa cuando la amistad y el parentesco coinciden, pero para mí, la amistad, los recíprocos intereses y las actitudes similares hacia la vida, son mucho más importantes que los lazos de la sangre. Deseo que mis hijas me quieran porque soy su amiga, les he probado mi amistad y soy digna de su cariño. No espero su confianza ni su aprecio por ser su madre. Las amo a ellas, no especialmente por4ue son mis hijas sino por sí mismas. Cuando los niños pequeños no requieren ya el cuidado físico, creo que los padres harían bien en cultivar con ellos la amistad.

Poseía absoluta seguridad de todo (cuán maravilloso y deliciosamente juvenil me parece eso ahora) -Dios, la doctrina, mi habilidad para hacer las cosas, la seguridad de mi conocimiento y la infalibilidad de cualquier consejo que pudiera dar. Tenía una respuesta para todo y sabía con exactitud lo que debía [i48]hacer. Manejaba la vida y las circunstancias, con el toque seguro de la inexperiencia más completa, y la solución de todo problema y el remedio para todo mal siempre venían en respuesta a una sola pregunta: "¿Qué haría Jesús en idénticas circunstancias?" Habiendo decidido lo que Él haría (y me pregunto cómo lo sabía), lo hacía o aconsejaba. a otros que siguieran la misma regla. Al mismo tiempo, sin darme cuenta ni expresarlo, comenzaba a hacerme preguntas, aunque rehusaba contestármelas, y detrás de toda esa seguridad y dogmatismo, se realizaban grandes cambios. Sé que ese período fue testigo del paso definido que di en el sendero. Lentamente, sin que mi conciencia cerebral lo supiera, estaba pasando de la etapa de autoridad a la de experiencia; de la estrecha creencia teológica a la de inspiración verbal de las Escrituras, y de las interpretaciones de mi escuela de particular convicción religiosa a un conocimiento seguro y cierto de las verdades espirituales que han testimoniado los místicos de todas las épocas y por las que muchos de ellos sufrieron y murieron.

Me encontré eventualmente en posesión de un conocimiento que había resistido la prueba del tiempo y las dificultades, corno no lo habían hecho mis creencias anteriores. Conocimiento que continúa y constantemente me indica lo mucho, lo mucho que aún debo saber. El conocimiento verdadero nunca es estático; sólo [e43] constituye una puerta abierta para campos más vastos de sabiduría, realización y comprensión. Es un proceso de crecimiento viviente. El conocimiento debe conducir de un desenvolvimiento a otro. Es como si alguien escalara una montaña y, en el momento de alcanzar la cumbre, viese de pronto ante su vista la tierra prometida hacia la que debe marchar inevitablemente; pero (al otro lado de esa tierra prometida) aparece a la distancia otra montaña, ocultando regiones aún más vastas.

En una época de mi vida tenía la costumbre de asomarme a la ventana [i49] de mi dormitorio y observar a la distancia esa estupenda montaña del Kinchengunga, uno de los más altos picos de los Himalayas. Parecía tan cercano, como si casi un día de camino pudiera conducirme a su pie, pero sabía que a un buen escalador le tomaría por lo menos doce semanas de duras jornadas para llegar hasta allí, más la terrible ascensión hasta su cúspide, proeza pocas veces realizada. Lo mismo ocurre con el conocimiento. Lo que vale la pena alcanzar raras veces es fácil lograr y constituye en sí la base para un mayor conocimiento.

Siento compasión por esas personas que creen saberlo todo y tienen respuesta a cualquier pregunta, y comprendo que hay que tenerles paciencia. Ésa era mi actitud en aquella temprana época y no tenía el buen humor de divertirme a costa mía. Todo lo hacía con intensa seriedad. Hoy puedo reírme, y estoy bien segura que no conozco todas las respuestas. Me he quedado con muy pocas doctrinas y dogmas, si en verdad me queda alguno. Tengo la convicción de la existencia del Cristo y de los Maestros, Sus discípulos; de que existe un plan que Ellos tratan de desarrollar en la tierra y también que representan en Sí mismos, la respuesta y garantía de la realización final del hombre, y que así como Ellos son, seremos algún día nosotros. Hoy ya no puedo decir con seguridad y aplomo, lo que la gente debe hacer. Por eso pocas veces doy consejos. Ciertamente no pretendo interpretar el pensamiento de Dios ni decir lo que Él desea, como lo hacen los teólogos del mundo.

Calculo que en el transcurso de mi vida se habrán acercado a mí, textualmente, miles de personas para que yo les dijera, aconsejara y sugiriera lo que debían hacer. Hubo un período en que mi secretario concedía citas cada veinte minutos. Creo que una de las razones de tantas entrevistas se debe a que nunca cobré, y a la gente le agrada recibir cualquier cosa gratuitamente. A veces [i50] pude ayudar a quien disponía de una mente abierta y estaba dispuesto a escuchar, pero la mayoría quiere hablar y sentar las bases para justificar sus propias ideas preconcebidas, sabiendo de antemano lo que uno le va a decir. Mi técnica ha sido generalmente dejar que las personas se cansen de hablar, y cuando han terminado, [e44] con frecuencia hallan la respuesta y la solución a sus propios problemas, lo cual es muy sensato y conduce a una acción efectiva. Sin embargo, si sólo quieren oírse hablar y creen saberlo todo, frecuentemente me embarga el temor y nada puedo hacer.

No me interesa si la gente está o no de acuerdo con mi caudal particular de conocimientos o con mi manera de formular la verdad (pues todos tenemos nuestra manera de hacerlo), pero no puedo ayudar a quienes están totalmente satisfechos de su propia verdad. Para mí el infierno (si existe, lo cual dudo) constituiría un estado de total satisfacción por nuestros propios puntos de vista y, por lo tanto, una condición estática que detendría permanentemente toda evolución mental y progreso. Afortunadamente sé que la evolución es muy larga y prosigue continuamente; la historia y la civilización lo prueban. Sé también que detrás de todos los procesos hay una Inteligencia y por eso ninguna condición estática es posible.

En esa época era una fundamentalista intransigente. Había iniciado mi carrera enteramente convencida de que ciertas doctrinas teológicas fundamentales, según lo expresaban las autoridades eclesiásticas, constituían compendios de la verdad divina. Sabía exactamente qué quería Dios y (debido a mi total ignorancia) estaba dispuesta a discutir cualquier tema concebible, sabiendo que mi punto de vista sería el correcto. Hoy frecuentemente creo haberme equivocado en mis diagnósticos y prescripciones. Tengo también una sólida creencia en la existencia del alma humana y en la capacidad de esa alma para conducir al hombre de "la oscuridad a la luz y de lo irreal a lo real", mencionando la más antigua [i51]plegaria del mundo. Tuve que aprender en esos días que "el amor de Dios es mucho más amplio que la mente del hombre, y que el Corazón del Eterno es maravillosamente bondadoso". Pero no era un Dios bondadoso el que yo proclamaba. Dios era bondadoso conmigo porque me había abierto los ojos y los de quienes pensaban como yo, pero ese Dios estaba dispuesto a mandar al infierno al resto del mundo no redimido. La Biblia lo decía y tenía razón. De ninguna manera podía estar equivocada. En ese entonces yo estaba de acuerdo con los pronunciamientos de un famoso Instituto Bíblico de los Estados Unidos, que "se basaban en los manuscritos originales y autografiados de la Biblia". Hoy me gustaría preguntarles dónde están esos manuscritos autografiados. En esa época creía en la inspiración verbal de las Escrituras y nada sabía de las vicisitudes y aflicciones que sufren todos los traductores honestos, que sólo pueden dar un significado aproximado del texto original. únicamente durante estos últimos años, cuando mis propios libros iban a ser traducidos a varios idiomas, me di cuenta de la total imposibilidad de la inspiración [e45] verbal. Si Dios hubiera hablado y Cristo predicado Sus sermones en inglés, sólo entonces quizás estaríamos seguros de lo que habrían dicho. Pero no es así.

Recuerdo una vez en que ocho o nueve personas (todas de distinta nacionalidad) sentadas alrededor de una mesa, junto con mi esposo y yo, a orillas del Lago Maggiore en Italia, tratábamos de encontrar el equivalente en alemán de la palabra anglosajona "mind" (mente) o "the mind" (la mente). La cuestión había surgido con motivo de la traducción al alemán de uno de mis libros. Desesperados, tuvieron que abandonar la búsqueda, porque no existe un verdadero equivalente de lo que queremos significar cuando hablamos de "the mind". La palabra "intelecto" no tiene el mismo significado. Los alemanes dijeron que la voz "geist" no contenía el significado y aunque buscamos [i52] incansablemente un vocablo que expresara la misma idea, no dimos con él, y eso que había profesores alemanes que trataban, con nosotros, de hallarlo. Quizás aquí resida el problema de Alemania. En esa oportunidad me di cuenta de cuán verdaderamente difícil es hacer una traducción correcta.

Una de las palabras que aparecen constantemente en los libros esotéricos es el término "sendero", con el cual se quiere significar el Camino de retorno a nuestra fuente de origen, a Dios y al centro espiritual de toda vida. Cuando se traduce al francés , se empleará la palabra "¿chemin?", "¿rue?", "¿sentier?", o ¿cuál? Por lo tanto, cuando se intenta traducir al inglés un libro tan antiguo como el Nuevo Testamento, ¿puede encontrarse en él tal cosa como una inspiración verbal? Probablemente el Antiguo Testamento sea una antigua traducción del arameo o del hebreo, al griego antiguo, y del griego al latín, y de éste al inglés antiguo, del cual, en una fecha muy posterior, se llegó a la versión oficial de Saint James. Lo mismo sucede con las traducciones de la Biblia en los demás idiomas. Me enteré de que hace unas cuantas décadas, mientras se estaba traduciendo al francés el Nuevo Testamento, al llegar el traductor a las palabras de Cristo donde dice: "Yo soy el agua de la vida", lo tradujo tranquilamente como "eau de vie" y así se publicó. Al darse cuenta que esas tres palabras significan en francés "brandy", tuvieron que reimprimir esa parte haciendo decir a Cristo: "Yo soy el agua viviente", "eau vivante", que no es exactamente lo mismo. Las traducciones de la Biblia han pasado por muchas manos, resultado del pensamiento teológico de muchos monjes y traductores. De aquí las interminables disputas de los teólogos sobre interpretaciones y significados, las probables traducciones incorrectas de los muy antiguos términos y las crudas intercalaciones, aunque bien intencionadas, de los primeros monjes cristianos que trataron de verter a su lengua materna los [e46]antiguos escritos. Ahora me doy cuenta cabal de todo eso, pero en aquellos días la Biblia en inglés era infaliblemente [i53] correcta, pues yo ignoraba las dificultades que presenta la traducción. Ése era mi estado de ánimo, cuando un gran cambio tuvo lugar en mi vida.

Al comunicar mi hermana su intención de inscribirse en la Universidad de Edimburgo para seguir medicina, se me presentó inmediatamente el problema de qué haría yo. No quería vivir sola o pasar el tiempo en viajes y diversiones. Y cosa sorprendente, no deseaba ser misionera. Me había dedicado a las buenas obras, pero ¿a qué buenas obras en particular? Tengo una gran deuda con un clérigo que me Conocía muy bien, y me sugirió que dedicara mi vida a predicar el Evangelio. No me sedujo mayormente. Los evangelistas que había conocido (y fueron numerosos) no me impresionaron mucho. Me parecía un grupo de gente mal educada, que usaba ropa barata y mal confeccionada, cuyos cabellos necesitaban ser peinados y eran demasiado buenos para estar acicalados. No me podía imaginar gritando y vociferando como ellos, en una tarima, según las circunstancias, para atraer a la gente. Vacilé, reflexioné y conversé sobre el punto con mi tía, quien también dudó y no supo qué decir. Las niñas de mi clase no hacían tales cosas. La ropa, la dicción, el peinado y las alhajas, no atraerían a las personas que frecuentaban las reuniones para despertar la fe, buscando su salvación. Eso no era apropiado. Pero oré, esperé y creí que algún día recibiría un "llamado"' para saber lo que tendría que hacer.

Mientras tanto, para ocupar el tiempo, y como entretenimiento, me enamoré (así lo creí) de un clérigo de apellido Roberts. Era terriblemente aburrido y espantosamente tímido, varios años mayor que yo, pero no llegamos a nada y me aparté; de manera que podrán ver que no era muy profundo mi sentimiento.

Entonces alguien me sugirió inesperadamente que visitara los Hogares Sandes para Soldados, en Irlanda, y después de ubicar a mi hermana en su alojamiento de Edimburgo, fui [i54] a Irlanda a investigar el asunto. Encontré que esos Hogares eran algo excepcional y que la señorita Elise Sandes, era una mujer culta, encantadora y exquisita. Su personal estaba constituído por niñas y mujeres de mi rango. La señorita Sandes había abandonado su vida para mejorar la condición de los reclutas y manejaba los hogares en forma muy distinta de la que vemos hoy generalmente en los cuarteles del ejército, y muy distinto también del trabajo evangélico llevado a cabo en nuestras ciudades. La señorita Sandes había establecido muchos hogares en Irlanda y varios en la India. Algunas personas que trabajaban en ellos, Edith Arbuthnot-Holmes, Eva Maguire, John Kinahan, Catherine Rowan-Hamilton, [e47] y varias más, fueron amigas mías y me ayudaron a adaptarme al cambio de ambiente.

Mi primera experiencia fue el Hogar para Soldados en Belfast. En todos ellos había grandes cafeterías en las cuales cientos de hombres comían todas las noches, a precio de costo. Tenían salas donde podían escribir cartas, dedicarse a juegos, sentarse junto al fuego, leer periódicos, jugar al ajedrez y a las damas y alternar con nosotras, si se sentían solos, aburridos o nostálgicos. Había generalmente dos damas en cada hogar y teníamos allí nuestras habitaciones. Solía haber en esas residencias un gran dormitorio donde los soldados y marineros con licencia, podían descansar, y también una sala de reuniones para las sesiones evangélicas, que contaban con un armonio, libros de cánticos, biblias y sillas, amén de alguien que pudiera predicar sobre las Escrituras y pedir por la salvación de las almas de los presentes. Tuve que aprender todos los aspectos del trabajo y era muy ardua la tarea, aunque de mi agrado. Los primeros meses fueron los más difíciles. No es fácil para una niña tímida (y era anormalmente tímida) entrar en una habitación donde hay trescientos hombres y ninguna otra mujer, y conquistar su amistad, sentarse con ellos, jugar a las damas, ser atenta, permanecer [i55] impersonal y, al mismo tiempo, dar la sensación de interesarse por ellos y querer ayudarlos.

Nunca olvidaré la primera sesión evangélica que dirigí. Estaba acostumbrada a mis pequeñas clases bíblicas y a expresarme en las reuniones de oración, sin la menor aprensión. Estaba segura que iba a hacerlo, me resultaba más fácil que presentarme ante un soldado, inquirir su nombre, sentarme, jugar con él, preguntarle por su hogar y llevarlo gradualmente al serio asunto de su alma. Por lo tanto estaba dispuesta a dirigir la reunión.

Un domingo por la tarde me encontré encaramada en una tarima, en una amplia habitación, frente a unos doscientos soldados y algunos miembros de la Real Policía Irlandesa. Comencé con toda fluidez, luego fui aminorando la voz y experimenté el pánico del auditorio; eché una mirada a esos hombres, prorrumpí en lágrimas y huí de la tarima. Juré que no volvería allí aunque me arrastraran con caballos, pero a su debido tiempo y en respuesta a mi pregunta: ¿"qué hubiera querido Jesús que yo hiciera?", volví humildemente. Pero lo ridículo del caso fue que, habiendo llegado a esa decisiva conclusión, a la noche siguiente concurrí al salón de reuniones para prepararme y empecé a encender las lámparas de gas. Casi fui arrojada al lado opuesto del salón, mi cabello resultó chamuscado y no pude dirigir la reunión esa noche. La explosión fue como un punto y aparte.

Varias semanas después retorné. Esta vez había memorizado mi disertación y todo fue bien hasta que, en la mitad del tema, [e48] llegué a un punto en que había pensado citar un poema para aligerar y variar mi tema. Había ensayado esa poesía delante del espejo con buenos resultados. Las dos primeras líneas salieron bien, después me aturdí. No recuerdo lo que ocurrió. Quedé paralizada, roja hasta la raíz de los cabellos y toda temblorosa, cuando súbitamente surgió del fondo del salón una voz que dijo: "Ánimo señorita, Yo terminaré la poesía y le daré tiempo para pensar lo que va a decir después". Pero ya había desaparecido [i56] de la tarima y estaba anegada en lágrimas en mi habitación. Había fracasado, Jesús y yo habíamos fracasado, pensé que sería mejor abandonarlo todo. Estuve despierta y llorando toda la noche y rehusé abrir la puerta a una de mis compañeras que quería entrar a consolarme. Pero me mantuve firme. Por orgullo no podía dejar de hablar desde la tarima y poco a poco me fui acostumbrando a difundir las enseñanzas de la Biblia a un grupo de hombres.

Sin embargo el proceso me resultaba penoso. En las noches previas a la charla no dormía, pensando en lo que iba a decir, luego me quedaba despierta la noche siguiente, horrorizada por lo que había dicho. Este ritmo ridículo continuó hasta que una noche me enfrenté conmigo misma y no cejé hasta descubrir en qué residía mi falla. Llegué a la conclusión de que sufría de egoísmo y egocentrismo y le daba demasiada importancia a lo que la gente pensaba de mí. Mi primera educación recibía su primero y duro golpe. Comprendí que si verdaderamente estaba interesada en mi tema, si apreciaba realmente a mi auditorio y no a Alice La Trobe-Bateman y si podía llegar a un punto donde ya no me importara un comino (entonces no empleaba esa palabra), podría salir adelante y ser realmente útil.

Aunque parezca extraño, no tuve ninguna dificultad a partir de esa noche. Me acostumbré a entrar en un salón atiborrado de público en la India, con quizás cuatrocientos o quinientos soldados por auditorio, treparme a una mesa, obtener su atención y aún más, mantenerla. Me convertí en una buena oradora y le tomé gusto hablar en público, de tal modo que hoy me siento más feliz en un estrado que en cualquier otra parte. Belfast fue testigo a este respecto de mi liberación.

Varios años más tarde, recuerdo que una vez me sentí muy halagada por el gran éxito de mi clase bíblica dominical nocturna, dada en Lucknow, India. Un buen número de maestros castrenses habían tomado la costumbre de venir todos los domingos a escucharme (siempre acompañada con cientos de [i57] soldados) y empecé a sentir un pequeño envanecimiento, y pensé que debía ser realmente buena si hombres inteligentes como aquellos venían domingo tras domingo a escucharme. Me dediqué por entero a ello. Al finalizar la serie de mis charlas, me hicieron un obsequio. El [e49] mayor de ellos se me aproximó al final de mi perorata y me hizo entrega de un pergamino de casi un metro de largo, atado con una ancha cinta azul, endilgándome un hermoso discurso. Pero era todavía demasiado tímida para desdoblar el pergamino delante de ellos. Esa noche, cuando me retiré a mis habitaciones, desaté la cinta y encontré, con magnífica letra, hasta el menor error gramatical y toda metáfora traspuesta en el transcurso de mis charlas. Me consideré permanentemente curada y liberada cuando descubrí que el efecto que me produjo fue hacerme reír, hasta que las lágrimas corrían por mis mejillas.

No me agrada escribir mis charlas, como lo hacen muchos buenos oradores que emplean breves notas y hablan inapropiadamente, dejando que sus oyentes extraigan los necesarios conceptos. Miro lo escrito y me pregunto: "¿Puedo haber dicho esto?". Estoy segura que el secreto para hablar bien, siempre que se posea fluidez, consiste en valorar el auditorio y ponerlo a tono, tratando de ser simplemente humana. Nunca intenté pronunciar discursos. Sólo me dirigí a mi auditorio como lo haría ante un solo ser humano. Les infundo confianza. Nunca adopto una pose de sábelo todo. Les digo: "ahora lo veo así", "cuando lo vea distinto lo diré". Nunca presento una verdad (tal como la veo) en forma que resulte dogmática. A menudo expreso a la gente: "De aquí a cinco mil años esta enseñanza que llamamos ahora avanzada, será el abecé para los niños pequeños, lo que nos demuestra cuán infantiles somos hoy". En los debates, al final de una charla (que tanto me gustan), no tengo reparos en admitir que no sé algo, y esto lo hago frecuentemente. Los conferencistas que creen disminuir su prestigio si admiten falta de conocimiento y [i58] son, en consecuencia, evasivos o pomposos, tienen mucho que aprender. El auditorio gusta del conferencista que puede enfrentarlos y decirles: "Mi Dios, no tengo la menor idea acerca de lo que me pregunta".

Volviendo a la ciudad de Belfast, mis superiores descubrieron que poseía, una disposición especial para salvar almas, y establecí un récord tan bueno, que la señorita Sandes me mandó buscar para que la acompañara al Campamento de Artillería de Irlanda central, a fin de recibir un verdadero entrenamiento. Era una hermosa campiña verde y nunca olvidaré el día que llegué allí. A pesar de toda esa belleza, mucho me impresionó la enorme cantidad de huevos que había por todas partes, en la bañera, cacerolas, cajones del tocador y en cajones debajo de la cama. Si mal no recuerdo había cien mil huevos en la casa y por supuesto todos estaban en recipientes. Supe que en la cafetería del Hogar para Soldados se usaban por noche 72 docenas de huevos, y como había tres Hogares en ese distrito, se utilizaban en cantidad. Por lo [e50] tanto los huevos tenían prioridad sobre todo, excepto el Evangelio.

Mi primera tarea cada mañana, después de pasar bajo un árbol una hora tranquila con la Biblia, consistía en hornear bollos (cientos de ellos), y luego de cargarlos en un carruaje tirado por un burro, llevarlos a las cabañas donde se reunían los hombres por la noche. Un día el asno me causó una gran humillación. Avanzaba alegremente por una callejuela de la campiña con mi carga de bollos, cuando oí galopar a una patrulla de artillería. Apresuradamente traté de apartarme a un lado del camino, pero ese condenado burro plantó sus cuatro patas firmemente en el suelo y no quiso moverse. Inútiles fueron los ruegos y los latigazos. La patrulla se detuvo a pocos pasos. Los oficiales me gritaban que me apartara. No podía hacerlo. Finalmente un grupo avanzó y alzando al carruaje, a mí y al asno,
[i59] nos arrojaron a la zanja, prosiguiendo su marcha la patrulla.

Las burlas de los artilleros acerca de este episodio nunca tuvo fin. Hicieron correr el rumor de que mis bollos eran tan pesados que el pobre burro no podía moverse, y entraban en la cabaña cojeando, y decían que una miga de mis bollos les había caído sobre un pie. Me acostumbré al ruido de los grandes cañones y supe que los hombres quedaban sordos cuando las baterías abrían el fuego durante la noche; también me habitué a sus borracheras y aprendí a no hacer caso a un ebrio y a manejarlo, pero nunca pude acostumbrarme a los huevos fritos, especialmente si iban acompañados de una taza de cocoa. Creo haber vendido más cocoa, huevos y cigarrillos que cualquier otra persona.

Fueron días felices y muy atareados. Adoraba a la señorita Sandes y ¿quién no la adoraba? La quería por su belleza, por su fuerza mental, por su conocimiento de la Biblia, por su comprensión de la humanidad y también, por su exuberante sentido del buen humor. Creo que más la quería porque me di cuenta que me quería realmente. Compartía su dormitorio, en la extraña casita en que vivíamos, y hasta ahora puedo verla durmiendo, con una media negra atada sobre sus ojos, para preservarlos de la primera luz de la mañana. Tenía una comprensión mucho más amplia que sus ayudantes. Recuerdo su mirada de aprobación sin pronunciar palabra. Trabajábamos duramente para salvar almas y ella nos observaba, nos deseaba éxito y frecuentemente pronunciaba la palabra que necesitábamos; sé que a menudo nos observaba con gran regocijo cuando luchábamos y nos esforzábamos.

En una ocasión se produjo en mí un gran choque, y realmente creo que eso inició el ciclo de interrogantes internos, que posteriormente me sacaron de mi pantano teológico. Durante tres semanas había estado forcejeando por salvar el alma de un miserable, [e51] sucio y pequeño soldado. Era lo que en Inglaterra llamamos "una cosa repelente", mal soldado y mal hombre. Jugaba [i60] a las damas con él noche tras noche y le gustaba, y lo instaba a asistir a las reuniones evangélicas, las cuales toleraba. Le rogaba que se salvara, pero sin resultado. Elisa Sandes observaba muy divertida, hasta que le pareció que el asunto se prolongaba demasiado. Una noche me llamó y fui a donde ella estaba, parada junto al piano, en una de las cabañas repletas de hombres, y allí tuvo lugar el diálogo siguiente:

--"Alice, ¿ves ese hombre que está allí?" dijo, señalando a quien era "mi problema".

--"Sí", le respondí, "Usted se refiere al hombre con quien he estado jugando a las damas?"

--"Pues bien, mi querida, haz el favor de mirar su frente", lo miré y dije que me parecía demasiado estrecha. Ella asintió.

--"Ahora mira sus ojos. ¿Qué hay de malo en ellos?"

--"Parecen estar demasiado juntos", repliqué.

--"Exactamente. ¿Qué me dices de su mentón y de la forma de su cabeza?"

--"Pero si no tiene mentón y su cabeza es muy pequeña y redonda", dije completamente intrigada.

--"Pues bien, mi querida Alice, ¿por qué no dejas que Dios se haga cargo de él?" y diciendo esto se alejó. Desde entonces he dejado a muchas personas a cargo de Dios.

        Quiero dejar aclarado que en esa época creía en la conversión y en el poder de Cristo para salvar, y hoy lo creo mil veces más. Sé que la gente puede salir del error, y los he visto una y otra vez descubrir en sí mismos esa realidad que San Pablo llama: "Cristo en ti esperanza es de gloria". Sobre ese conocimiento cifro mi salvación eterna y la salvación de toda la humanidad". Sé que Cristo vive y que nosotros vivimos en Él, que Dios es nuestro Padre, y que en el gran Plan de Dios, todas las almas, oportunamente, hallan su camino de retorno a [i61] Él. Sé que la vida crística en el corazón humano, puede guiar a todos los hombres de la muerte a la inmortalidad. Sé que porque Cristo vive, viviremos también y seremos salvos por Su vida. Pero frecuentemente pongo en duda las técnicas humanas y creo que el método de Dios con frecuencia es mejor, y que a menudo deja descubrir nuestro propio camino de retorno, sabiendo que en cada uno de nosotros hay algo de Él, que es divino, que nunca muere y que llega a nuestro conocimiento. Sé que nada en el Cielo o en el Infierno puede interponerse entre Dios y Sus criaturas. Sé que Él se mantiene vigilante, "hasta que el último cansado peregrino haya encontrado el camino [e52] al hogar". Sé que todas las cosas actúan juntas para bien de quienes aman a Dios, significando con ello que no amamos a una deidad abstracta y lejana, sino a nuestros semejantes. Amar a nuestros semejantes es una evidencia, quizás indefinida pero muy segura, de que amamos a Dios. Elisa Sandes me enseñó eso con su vida y su amor, su inteligencia y su comprensión.

        Mi estadía en Irlanda no duró mucho, pero fue una época deliciosa. Nunca había estado antes en Irlanda, y pasé gran parte de mi tiempo en Dublín y en el Campamento Currach, no lejos de Kildare. Mientras me encontraba en Currach realicé un trabajo muy peculiar, que de saberlo mi familia, habría causado un escándalo. No los hubiera culpado. Debe recordarse que en esa época las niñas no gozaban de la libertad que tienen ahora y, después de todo, yo tenía solamente veintidós años.

        Una de las baterías de la Real Caballería de Artilleros, estaba en ese entonces estacionada en la Barraca de Newbridge, y los hombres de la batería (a quienes conocí durante el verano en el campamento de práctica) me pedían que fuera todas las noches a su Salón de Moderación. Eso indicaba llegar allí a las seis de la tarde y regresar muy entrada la noche, porque había obtenido permiso para celebrar una reunión evangélica en ese salón, una vez cerrada la cantina. Después de [i62]discutirlo un poco, se convino en que yo aceptara las cosas y todas las noches me dirigía allí en mi bicicleta después de la detestable cena inglesa llamada "high tea". Regresaba entre las 11 y 12 p.m., escoltada por dos soldados, y cada noche los hombres de la batería debían determinar quién me acompañaría, después de obtenido el permiso necesario, Nunca sabía si mi escolta sería un buen cristiano en quien se podía confiar o un canalla. Creo que echaban la suerte, y si recaía en un ebrio sus solícitos camaradas le impedían con sumo cuidado visitar la cantina ese día. De todos modos, imagínense ustedes a una joven, con un trasfondo victoriano, rigurosamente protegida, regresar en bicicleta todas las noches con dos soldados de los que nada sabía; sin embargo, ni una sola vez me dijeron una palabra que pudiera ofender a la solterona más puritana, y eso me agradaba mucho.

        Quienes acudían a la cantina iban a verme al salón todas las noches. Nunca hice hincapié para que asistieran a la reunión, pero nos llevábamos muy bien. Allí fue donde aprendí a distinguir los diferentes tipos de ebrios. Tenemos lógicamente el tipo pendenciero. Tuve que intervenir en muchas peleas. Nunca me causaron daño, y estoy segura que me consideraban una plaga. Tampoco me molestaron. Mi intervención nunca me trajo sufrimiento. La policía militar agradecía mi ayuda para tranquilizar a los hombres. Me hice una experta en eso. Tenemos también al [e53]ebrio afectuoso, que francamente me aterrorizaba. Nunca sabía lo que haría o diría, pero siempre me las arreglé para tener una silla o mesa entre él y yo. Los domadores de fieras saben que es muy útil una silla entre el domador y un león enojado; puedo recomendar con toda confianza esta treta para el caso de un ebrio afectuoso. El bebedor taciturno es muy difícil de tratar, pero no es tan común. También aprendí a distinguir entre aquellos a quienes la bebida les afecta las piernas y a otros [i63] la cabeza, siendo distinta la técnica a emplearse en cada caso. La policía militar me pidió muchas veces que ayudara a llevar pacíficamente al cuartel a algún soldado ebrio. Se ocultaban y, manteniéndose cerca, observaban el espectáculo que representaba yo y el borracho, haciendo eses por el camino; se imaginarán el horror que habría experimentado mi tía al ver este caminar errátil, pero yo lo hacía por "amor a Jesús", y ni una sola vez alguno intentó ser grosero. No obstante, no me habría agradado ver a una de mis propias hijas en una situación similar y hubiera sentido que lo que es bueno para los adultos no siempre puede serlo para los párbulos.

        Mi trabajo era muy variado: llevar cuentas, arreglar las flores en los cuartos de lectura, escribir cartas a los soldados, efectuar reuniones interminables sobre el Evangelio, presidir las plegarias diarias, estudiar asiduamente la Biblia, y ser muy, muy buena. Compraba toda clase de libros que pudieran ayudarme a predicar mejor, tales como: "Ayuda para Predicadores", "Charlas para Maestros", "Discursos para Discípulos", "Esbozos para Trabajadores" (tenía personalmente cuatro libros) y otros con títulos igualmente tentadores. Intenté a menudo publicar un libro que se titularía "Ideas para Idiotas", y hasta lo empecé, pero nunca se materializó. Hasta donde me consta, me llevé siempre bien con mis compañeros de trabajo. Mi fuerte complejo de inferioridad me condujo siempre a admirarlos, lo cual eliminó eficazmente toda envidia.

        Una mañana, Elise Sandes recibió una carta que, según pude observar, la perturbó mucho. Theodora Schofield, que se encontraba al frente de la obra en la India, no estaba muy bien y al parecer necesitaba regresar a su patria para descansar. Pero aparentemente nadie allí podía reemplazarla. Elise Sandes se estaba poniendo vieja, y tampoco se podía prescindir de Eva Maguire. La señorita Sandes, con su franqueza habitual, dijo que me enviaría a mí, si tuviera dinero, pues "aunque no eres [i64] del todo buena, probablemente serás mejor qué nada". El viaje a la India era muy costoso en ese entonces, y ella tenía que costear el regreso de Theodora. Con mi usual y complaciente reacción religiosa dije: "Si Dios quiere que yo vaya enviará dinero". Ella me miró, pero no hizo comentario alguno. Dos o tres días más tarde, mientras [e54] tomábamos el desayuno, lanzó una exclamación al abrir una carta. Me alcanzó el sobre. No tenía ninguna misiva ni indicación del remitente, pero en su interior había un cheque por quinientas libras, con estas palabras: "Para el trabajo en la India". Nadie sabía de dónde procedía ese dinero, pero lo aceptamos como si viniera directamente de Dios. El problema del viaje, por lo tanto, se había resuelto y nuevamente me preguntó si estaba dispuesta a ir a la India de inmediato, aunque no obstante recalcó que yo no estaba muy capacitada, pero por el momento no tenía a quien enviar. A veces me pregunto si no habrá sido mi Maestro quien envió el dinero, en verdad no lo sé, y nunca se lo pregunté porque no tenía importancia. Era esencial que fuera a la India a aprender ciertas lecciones y preparar el escenario para el trabajo que años atrás me había dicho que podía realizar para Él.

        Escribí a mi familia pidiendo permiso para ir aunque de cualquier manera hubiera ido, pues quería hacer las cosas como era debido y por lo menos ser cortés. Mi tía Clare Parsons me escribió que aprobaba el proyecto, siempre que contara con pasaje de retorno, de modo que saqué pasaje de ida y vuelta. Luego fui a Londres a comprar un equipo para la India y como en aquel entonces no tenía restricciones económicas, compré todo lo que se me antojó y esto me complació; en otras palabras, me regalé lo que quise. Incidentalmente, cuando mi equipaje, conteniendo todas mis cosas nuevas, llegó a Quetta, en Beluchistán, me encontré que habían robado todo su contenido y lo habían reemplazado por harapos sucios y mugrientos.

        Afortunadamente, llevaba conmigo mucha ropa, pero fue la primera lección importante que [i65] me hizo comprender lo efímero de las cosas. De todos modos, como me gustaba vestir bien, y todavía me agrada, mandé buscar otro equipo.

        Mi hermana y mi tía fueron a despedirme al muelle de Tilbury, y debo admitir que jamás disfruté tanto en mi vida como en aquel largo viaje de tres semanas a Bombay. Siempre me gustó viajar (como a todas las personas de Géminis) y siendo al mismo tiempo orgullosa, en mi fuero interno sentí placer al ver que la reposera (prestada por mi tío) ostentaba un título. Las pequeñas cosas agradan a las pequeñas mentes, y la mía era en esa época muy pequeña, estaba prácticamente dormida.

        Recuerdo muy bien ese primer viaje. En la mesa del comedor tenía de compañeros a dos damas y cinco caballeros, de aparente buena posición y muy sofisticados, los cuales evidentemente gustaban de nuestra compañía, pero yo me sentía muy inquieta. Hablaban de juego y carreras, bebían mucho, jugaban a los naipes y, lo que era peor, nunca oraban antes de empezar a comer. Nuestra primera comida me dejó consternada. Después del almuerzo [e55] me retiré a mi camarote y oré fervorosamente pidiendo fuerzas para hacer lo que correspondía. A la hora de la cena no tuve valor y oré nuevamente. Resultó que a la mañana siguiente, durante el desayuno, pronuncié unas palabras, arreglándomelas para que estuvieran presentes en el comedor los cinco caballeros, antes que las dos damas. Me sentía aterrorizada y completamente avergonzada, pero pensé en lo que Jesús hubiera hecho. Miré a los hombres y dije con rapidez y nerviosidad: "No bebo ni bailo, no juego a los naipes ni voy al teatro, sé que me detestarán y me parece mejor buscar otra mesa". Se hizo un silencio de muerte. Entonces uno de los caballeros (de apellido muy conocido, por lo cual no quiero nombrarlo), se puso de pie e inclinándose por sobre la mesa, extendió su mano y me dijo: "Choque, si se queda con nosotros no la abandonaremos y trataremos de ser en lo posible más buenos". Tuve un viaje muy delicioso. Esos señores resultaron increíblemente
[i66]amables conmigo y los recuerdo con afecto y gratitud. Fue, el viaje más placentero que hice, y eso que realicé la travesía de Londres a Bombay seis veces en cinco años, de manera que tenía alguna experiencia. Que esos caballeros se hayan divertido, es otra cosa, pero fueron extremadamente gentiles. Uno de ellos me envió después una serie de libros religiosos para uno de los Hogares para Soldados. Otro mandó un valioso cheque, y otro, un ferroviario prominente, un pase libre para el Gran Ferrocarril de la Península India, que usé durante mi permanencia en ese país.

        Cuando llegamos a Bombay, esperaba trasbordar y tomar el barco de la compañía British India a Karachi, y seguir luego a Quetta, en Beluchistán. Pero no sucedió así, aunque más tarde lo hice. Encontré un cable en el que se me ordenaba bajar a Bombay y tomar el expreso a Meerut, en la India central. Me sentí anonadada. Nunca en mi vida había viajado sola. Llegaba a un país donde no conocía a nadie y no sólo debía cambiar mi pasaje de vapor a Karachi, sino obtener el pasaje a Meerut en tren. Como paloma mensajera me dirigí a la Asociación Cristiana de Jóvenes, rama femenina, donde fueron muy atentos conmigo y se ocuparon de todos los detalles. Como recordarán, era joven, bonita y las niñas bien, procedían de otro modo.

        En la estación de Bombay, tuve una experiencia muy aleccionadora y humana, lo cual demuestra cuán maravillosos son los seres humanos, y lo puedo probar según observarán en este libro, y lo probaré. Como se habrán dado cuenta, era una presumida consumada, aunque bien intencionada. Era casi demasiado buena para vivir y, por cierto, suficientemente santurrona como para que me aborrecieran. No había tomado parte en la vida común de a bordo, pero me paseaba ufanamente por cubierta con una gran Biblia [e56] bajo el brazo. Uno de los pasajeros despertó mi aborrecimiento, desde que salimos de [i67] Londres. Era la vida del barco; se ocupaba de las apuestas diarias, arreglaba los bailes y representaciones teatrales, jugaba a los naipes y me constaba que bebía excesivamente whisky con soda. El viaje duró tres semanas, y yo lo miraba con desdén. De acuerdo a mi modo de ver era un demonio. Me habló una o dos veces, pero le aclaré que no quería tener ningún trato con él. Mientras esperaba el tren en la gran estación de Bombay, atemorizada y deseando no estar allí, este hombre se me acercó y me dijo: "Jovencita, yo no le agrado y me lo ha dado a entender con toda claridad, pero tengo una hija de su misma edad, y que me condenen si quisiera verla viajar sola por la India. Le guste o no, me indicará usted cuál es su compartimiento. Quiero ver cuáles son sus compañeros de viaje y piense lo que quiera de mi decisión. También iré a buscarla a las estaciones donde bajaremos a comer". Lo que me ocurrió en tal momento no lo sé, lo miré directamente a los ojos y le dije: "Estoy amedrentada, por favor, cuídeme". Lo hizo con todo cuidado, y la última visión que tengo de él, es su figura en un empalme ferroviario, de pie, en piyama y bata de casa, dando una propina al guarda para que me cuidara, pues iba a seguir otro camino.

        Tres años después me encontraba en Rhanikhet, en los Himalayas, donde había ido a abrir un nuevo Hogar para Soldados. Desde un distrito lejano llegó un mensajero que me entregó una nota de un amigo de ese hombre, rogándome fuera a verlo porque tenía poco tiempo de vida y necesitaba ayuda espiritual. Había pedido que me llamaran. Mi compañera de trabajo y dama de compañía no me permitió ir, y estaba muy escandalizada. No fui, el hombre murió, y nunca me lo he perdonado; pero ¿qué podía hacer? La tradición, la costumbre y la mujer bajo cuya responsabilidad estaba, todo conspiraba contra mí, y me sentía desgraciada e [i68] indefensa. En el trayecto entre Bombay y Meerut, aquel hombre me había dicho sin ambages, una noche, durante la cena, que yo no tenía nada de complaciente y santa como parecía, y que algún día descubriría que era un ser humano como todos. En esa época estaba sumido en grandes y serias dificultades, y me preguntó si podría ayudarlo. Regresaba de Inglaterra donde había internado a su esposa en un manicomio; recién habían matado a su hijo, y su única hija había huido con un hombre casado. No tenía a nadie en el mundo. Lo único que me pedía era una palabra amable. Se la di, pues había llegado a apreciarlo. Al morir me llamó, y siento mucho no haber ido.

        A partir de esa época llevé una vida muy agitada. Era de suponer que (en ausencia de la señorita Schofield) yo era responsable de un número de Hogares para Soldados, en Quetta, Meerut, [e57] Luchnow, Chakrata, y otros dos, que ayudé a abrir en Umballa y Rhanikhet, en los Himalayas, cerca de Almora. Chalcrata y Rhanikhet estaban al pie de la montaña, a unos cinco o seis mil pies de altura, siendo, por supuesto, lugares de veraneo. De mayo a setiembre nos convertíamos en "loros barranqueros". Había otro hogar en Rawal Pindi, pero nada tenía que ver con él, excepto la vez que fui por un mes a relevar a la señorita Ashe, que estaba a su cargo. En cada uno de esos hogares había dos mujeres y dos encargados responsables de la cafetería y el mantenimiento general del lugar. Estos administradores eran en su mayoría ex-soldados, y guardo la más feliz memoria de su amabilidad y ayuda.

        Siendo joven e inexperta, no conocía a nadie en todo el continente asiático; necesitaba más protección de la que creía en ese entonces; tendía a hacer las cosas más estúpidas, sencillamente porque no conocía el mal, ni tenía la más remota idea de las cosas que podían ocurrirle a las jóvenes. Por ejemplo, en una ocasión en que sufría terriblemente [i69] de dolor de muelas, llegué al punto de no resistirlo más. No había entonces dentista permanente en el acantonamiento donde trabajaba; de vez en cuanto aparecía un dentista ambulante (generalmente norteamericano) e instalaba su consultorio en el "dak" (bungalow o casa de descanso) para atender a quienes se presentaran. Oí decir que había uno en el pueblo, de modo que fui sola, sin decir una palabra a mis compañeras. Me encontré con un joven norteamericano, su ayudante y otro hombre más. La muela estaba en malas condiciones y había que extraerla, de modo que le pedí que me aplicara gas y la extrajera. Me miró extrañado, pero lo hizo. Recuperada de los efectos del gas, me reprendió, diciendo que yo no tenía prueba alguna de ser él un hombre decente, que mientras estaba bajo los efectos de la anestesia, había permanecido a su merced y sabía por experiencia que ambulaban perdularios por la India y no era gente buena. Antes de salir me arrancó la promesa de que seria más cuidadosa en el futuro. Así fue por regla general. Lo recuerdo con gratitud, aunque he olvidado su nombre. En aquel entonces era totalmente temeraria, no conocía el miedo. Esto se debía en parte a mi irreflexión natural y también a la ignorancia, y además a la seguridad de que Dios velaría por mí. Aparentemente así Lo hizo, supongo que basado en el principio de que los borrachos, los niños y los tontos no son responsables y necesitan protección.

        Por lo tanto, primeramente fui a Meerut, donde conocí a la señorita Schofield que me enseñó algunas de las cosas que debía saber durante su ausencia temporaria. Mi mayor dificultad residía en que era demasiado joven para esa responsabilidad. Lo que aconteció después exigió mucho de mí. No poseía experiencia y por lo tanto ningún sentido de los valores relativos. Las cosas [e58]sin importancia me parecían de excesivo valor, [i70] las serias no. Mirando esos años y tomando las cosas globalmente, no creo haber actuado tan mal.

        Al principio me asombró el maravilloso Oriente. Todo era nuevo, extraño y completamente distinto de lo que había imaginado. El color, los hermosos edificios, la suciedad y la degradación, las palmeras y los bambúes, los hermosos niños y las mujeres, llevando en esos días cántaros sobre la cabeza; los búfalos acuáticos y los extraños carruajes, tales como los "gharries" y los "ekkas" (me pregunto si todavía existen), los bazares colmados de gente, las calles con sus típicos negocios de platería y hermosas alfombras, los nativos de andar silencioso, los musulmanes, hindúes, sikhs, rajputs, gurkhas, soldados y policías nativos, de vez en cuando un elefante con su conductor, olores raros, idiomas desconocidos, el sol siempre brillando, excepto durante el monzón, y el constante y eterno calor. Estos son algunos de los recuerdos que guardo de esa época. Amaba a la India. He abrigado la esperanza de volver algún día, pero me temo que pueda hacerlo en esta vida. Tengo muchas amistades allí y amigos hindúes que viven en otros países. Conozco algo del problema de la India, su anhelo de independencia, sus conflictos y luchas internas, sus innumerables razas y lenguas, su prolífica población y sus numerosos credos. No la conozco íntimamente, porque residí pocos años, pero supe amar a su pueblo.

        En los Estados Unidos nada se conoce del problema de la India, por eso no pueden aconsejar a Gran Bretaña lo que debe hacer. Los vehementes discursos de los fogosos hindúes, aquí parecen exagerados en relación con las mesuradas seguridades que da el Rajá británico de que tan pronto como los musulmanes e hindúes resuelvan sus diferencias, la India podrá ingresar como estado del dominio británico u obtener su total independencia. En repetidas oportunidades se trató de redactar una constitución que permita a los musulmanes (una poderosa minoría rica y belicosa de 70 [i71] millones) vivir en paz con los hindúes; una constitución que satisfaga a ambos grupos, así como también a los principados hindúes y a los millones de personas que no reconocen o responden al Partido del Congreso Hindú.

        Le pregunté a un destacado hindú, hace unos años, cuál era su opinión sobre lo que sucedería si los ingleses retiraran sus tropas y su atención de la India. Le pedí que respondiera honestamente, pero no como propagandista. Vaciló y dijo: "motines, guerra civil, asesinato, pillaje y matanza de miles de pacíficos hindúes por los musulmanes". Sugerí que el método más lento de educar podría ser por lo tanto más inteligente. Se encogió de hombros y volviéndose hacia mí, dijo: "Alice Bailey, ¿qué está haciendo en un [e59] cuerpo inglés? Usted es la reencarnación de un hindú y ha tenido un cuerpo hindú durante muchas vidas". "Supongo que lo he tenido", repliqué, y a continuación nos pusimos a discutir el hecho innegable de que la India y Gran Bretaña están íntimamente vinculadas, tienen mucho karma que agotar juntas y alguna vez tendrán que hacerlo, y ese karma no es totalmente británico.

        Resulta interesante constatar que durante la última guerra, nunca se aplicó en la India el sistema de reclutamiento obligatorio, sino que se alistaron voluntariamente varios millones, y solamente unos pocos, entre los 550 millones de habitantes de la India y Birmania, colaboraron con los japoneses. La India debe ser libre y lo será en forma correcta. El verdadero problema no está entre los británicos y los nativos, sino entre los hindúes y musulmanes; estos últimos conquistaron a la India. Cuando se resuelva ese problema interno, la India será libre.
        
        Algún día todos seremos libres. El odio racial desaparecerá; la ciudadanía será importante, pero más lo será la humanidad como un todo. Los límites y los países asumirán el lugar que les corresponde en el pensamiento humano, pero la buena voluntad y la comprensión internacional serán de mayor interés. Las diferencias religiosas [i72] y los odios sectarios se desvanecerán con el tiempo, y oportunamente reconoceremos "un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todo, en todo y en nosotros mismos". Éstos no son sueños vanos ni visionarios, sino realidades que surgen lentamente, y surgirán con mayor rapidez cuando los correctos sistemas educativos condicionen a las generaciones venideras, cuando las iglesias despierten a la realidad de Cristo (no a las interpretaciones teológicas) y cuando el dinero y los productos de la tierra sean considerados como bienes que deben compartirse. Entonces los problemas críticos internacionales asumirán el lugar que les corresponde y el mundo de los hombres avanzará, en paz y seguridad, en pos de la nueva cultura y civilización futuras. Quizás mis profecías no tengan interés para todos mis lectores. Pero esos asuntos me interesan e interesan, a todos los que aman a sus semejantes.

        Guardo pocos recuerdos, pero en particular algo que me sucedió durante esas primeras semanas que pasé en Meerut, aunque mi verdadera experiencia empezó en Quetta. Se destaca en mi mente el Hogar para Soldados como una de las facetas más interesantes de mi trabajo. Quetta me agrada. Se alza a unos cinco mil pies de altura, es una región muy calurosa y seca en verano, con una temperatura de varios grados bajo cero en invierno. Sin embargo, cuando estaba allí, aún en los días más fríos, teníamos que usar casco para el sol, que hoy no se usa tanto. Dos de mis hijas, que viven con sus esposos en la India, desde hace varios [e60]años, raras veces los usan y se ríen de lo que digo. Pero en mis días, su uso era de rigor.

        Quetta es la ciudad más grande de Beluchistán, especie de amortiguador entre la India y Afghanistán. Esporádicamente viví casi dos años allí y cinco veces fui a la India cruzando el desierto de Sind. Hay poca vegetación en Beluchistán, excepto enebros, pero donde hay riego crece todo. Pocas veces he visto, en otra parte, rosas como las de Beluchistán [i73] y en esa época florecían en todos los jardines. En primavera, toda la región se cubre de cosmos, luego aparecen girasoles. A propósito de estas flores tengo una anécdota que contar. Rablaba una tarde en mi clase bíblica dominical en Quetta, y explicaba a los soldados cómo el ser humano, natural y normalmente se dirige a Dios. Me valí del girasol para ilustrar lo dicho, explicando que se lo denomina así porque sigue el curso del sol en el cielo. A la mañana siguiente, un soldado apareció en la puerta de nuestra sala de estar, con la cara muy seria, y me pidió si no tenía inconveniente en salir al jardín por un minuto. Lo seguí, y sin decirme palabra, el soldado señaló dos girasoles. Cada uno de los cientos de girasoles daban la espalda al sol.

        Quetta fue el lugar donde tuve mi primera responsabilidad, quedando más o menos librada a mi propia suerte, aunque estaba conmigo la señorita Clara Shaw. Las tropas destacadas en Quetta habían tomado posesión del Hogar para Soldados, en tal grado, que se había perdido todo control. Me imagino que la dama que se hallaba a su cargo estaba atemorizada, aunque probablemente no tanto como yo. Noche tras noche un grupo de soldados se divertía tratando de destrozar todo. Venían en grupos de a veinte, penetraban en la cafetería pedían cocoa y huevos fritos y se pasaban la noche arrojándolos contra las paredes. Se imaginarán el resultado. El desorden era abominable y peor su actitud. Me enviaron allí para ver lo que podía hacer. Estaba sencillamente aterrorizada y no sabía cómo proceder. Me pasé las primeras noches yendo y viniendo de la cafetería a las salas de lectura, sacando en conclusión que mi presencia empeoraba las cosas. Se había corrido la voz de que era una joven muy terca, capaz de denunciarlos [i74]a las autoridades, por lo tanto se habían propuesto hacerme pasar un mal rato.

        Cuando descubrí por fin quiénes y cuántos eran los cabecillas, una mañana mandé a un ordenanza al cuartel para invitar a los que no hacían guardia, a presentarse en el Hogar para Soldados a determinada hora. Por alguna razón ninguno estaba de guardia y la pura curiosidad los había atraído a todos. Cuando llegaron, los hice subir a los "gharris" (carruajes nativos) con todo lo necesario para un picnic y los llevé a un paraje que en esos días se [e61] denominaba Woodcock Spinney. Era un hermoso día, caluroso y diáfano, y el hecho de que el lugar estuviera infectado de reptiles (de la especie llamada kraits, víboras muy pequeñas y mortíferas) pareció no preocuparnos. Preparamos té y narramos cuentos tontos; resolvimos adivinanzas y ni una sola vez hablamos de religión, tampoco me referí a sus iniquidades, y al caer la tarde, regresarnos. No dije ni una palabra de censura, crítica o súplica. En verdad el grupo se sintió desconcertado durante la tarde, y cuando regresamos al cuartel, aún estaban perplejos. A la tarde siguiente, uno de los administradores de nuestra cafetería vino y me pidió que concurriera a ella. Me encontré con esos hombres limpiando las paredes, pintándolas, fregando los pisos y dejando el lugar como nunca lo había estado antes. Se me presenta el interrogante: ¿era tan grande mi temor que no pude encarar el problema, o fui simplemente muy hábil? Las cosas sucedieron así, yo no las planifiqué intencionalmente.

        Esa vez aprendí una gran lección. Comprobé personalmente, con la mayor sorpresa, que la comprensión y el amor actúan en los individuos allí donde la condenación y las acusaciones fracasarían. Nunca más tuve molestias con ese grupo de provocadores. Uno de ellos continúa siendo amigo mío, aunque perdí de vista al resto en los cuarenta años transcurridos desde entonces, [i75] el cual vino a verme cuando estuve en Londres en 1934 y conversamos de esos lejanos días. Había prosperado. Sin embargo hice un descubrimiento perturbador. Esos hombres habían sido conquistados para realizar cosas mejores, no a causa de mi prédica elocuente o por hacer hincapié en el precepto teológico de que la sangre de Cristo podía salvarlos, sino sencillamente por la comprensión amorosa. No creí que eso fuera posible. Todavía tenía que aprender que el amor es la nota clave de la enseñanza de Cristo, y que Su amor y Su vida salvan, no la frenética afirmación teológica del temor al infierno.

        Muchos pequeños incidentes están relacionados con la época que pasé en la India, que podría relatar, pero probablemente tienen más interés para mí que para otros. Iba de un Hogar a otro, revisando las cuentas, entrevistando a los administradores, realizando interminables reuniones evangélicas, hablando a los soldados acerca de sus almas y de sus familias, visitando los hospitales militares y ocupándome de los numerosos. problemas que naturalmente se presentaban cuando cientos de hombres se encontraban lejos del hogar, enfrentados con los problemas de la vida en un clima cálido y en una civilización extraña. Llegué a ser muy conocida en muchos regimientos. Una vez se me ocurrió conocer el número de regimientos en que había trabajado en Irlanda y la India y comprobé que eran cuarenta. A muchos de ellos le [e62] habían puesto mi nombre. Un famoso regimiento de caballería me llamaba "abuelita". En otro regimiento de guardias, por alguna razón desconocida, siempre me llamaban "China". En otro conocido regimiento de infantería al hablar o escribir respecto a mí, usaban las siglas B.O.L., que significaba Benevolent Old Lady (Benevolente Anciana). La mayoría de los muchachos me llamaban sencillamente "Madre", probablemente porque era tan joven. Mi correspondencia se hizo bastante nutrida y llegué a conocer muy bien la mentalidad del soldado, y nunca encontré que se expresaron como dice Rudyat Kipling. En realidad el soldado común se resiente por la descripción que este autor hace de ellos.

        [i76] Jugué miles de partidas de damas, llegando a ser una experta, no por jugar científicamente, sino porque poseía el misterioso poder de adivinar lo que mi oponente iba a hacer. Mientras tanto el olor de la cocoa y los huevos fritos persistía en mi nariz. Acostumbraba a ensayar en el piano cantos populares en la sala de lectura, hasta me enfermé de tanto oír cantar a los hombres: "Como la hiedra me aferraré a ti", etc., y "Todas las caras de los pensamientos me miran y sonríen", canciones populares de entonces. Los hombres tenían sus propias versiones de las letras, que procuraba no oír, para no tener que intervenir. Durante horas y horas ejecutaba himnos en el armonio, casi de memoria. Tenía en esa época muy buena voz de mezzo soprano, con una amplia extensión y muy buena técnica. La perdí cantando en salones llenos de humo. Creo que vendí más cigarrillos que una cigarrería. Me divertía mucho dirigiendo los himnos en cada reunión. Los soldados son impertinentes y cuando pedían que cantara "el himno del pollo", no tardé mucho en reconocer que querían que "volara como ave hacia la fuente", y que el himno de la niña que dio a luz, tenía que ver con la estrofa de una canción que aludía "al tierno cuidado que una madre prodigaba a su niña". Usábamos el libro de himnos de Moody y Sankey, que tiene buenas cualidades por sus hermosas y airosas tonadas, pero como literatura y poesía es simplemente horrible.

        Recuerdo que una noche en Chakrata tuve un acto fallido, al anunciar que se iba a cantar el himno "Nos reuniremos en el río" donde se asegura que seremos felices, si lo hacemos. Con voz alta y clara dije: "soldados, cuando cantemos este himno debemos decir «cuando nos reunamos en el río seremos felices por sempre» o «cuando nos reunamos en el rao seremos felices por siempre»". Alcé la vista, y vi en el fondo del salón a un general, su edecán y su plana mayor, que habían [i77] venido a inspeccionar el Hogar y a ver lo que hacíamos. Vieron con asombro a una joven, impertinente en su religiosidad, vestida de blanco, con un lazo azul, que no se parecía en nada a la evangelista que se habían imaginado. Siempre [e63] he recibido infinitas atenciones de parte de los oficiales de los distintos regimientos, y creo que los momentos en mi vida (ya muy lejanos) que me he sentido realmente orgullosa y jactanciosa, eran al salir de la iglesia cuando después del desfile, recibía el saludo de los oficiales y soldados. Esa emoción aún perdura en mí.

        Mi vida pasó, en esos años de formación, casi totalmente entre hombres. A veces durante semanas enteras no hablaba con ninguna mujer, excepto con mi compañera de trabajo y dama de compañía. Cándidamente admito que hasta hoy no comprendo la mentalidad femenina. Por supuesto es una generalización, y como todas las generalizaciones no es totalmente verdadera. Tengo amistades femeninas y las aprecio mucho, pero como regla general prefiero la mentalidad masculina. Un hombre puede causar serios trastornos ocasionalmente; una mujer proporciona pequeñas y estúpidas dificultades en todo momento y no me gusta preocuparme de ellas. Supongo que no soy feminista, pero sé que si las mujeres son en verdad femeninas e inteligentes, podrán ascender a la cima.

        Mis mañanas, con un promedio de quince reuniones evangélicas por semana, estaban dedicadas al estudio de la Biblia, a revisar la correspondencia diaria, consultar con los administradores y arrancarme los cabellos con la contabilidad, porque nunca tuve facilidad para los números. Dábamos de comer a los quinientos o seiscientos hombres de cada cafetería, por noche, y eso implicaba excesiva compra y venta. Mis tardes las pasaba en algún hospital, generalmente en las salas donde no había enfermeras, pues la presencia femenina era allí más necesaria. En esos grandes hospitales militares iba de un pabellón a otro, con artículos, folletos y libros y cargada de opúsculos. Sólo puedo recordar el título de dos de [i78] esos opúsculos, "Por qué la abeja picó a la madre" (nunca pude saber por qué) y el otro, "Charlas sencillas para gente sencilla".

        Llegué a ser muy conocida en los hospitales; los capellanes de todas las denominaciones me requerían constantemente para estar al lado de los soldados que agonizaban, y si no me era posible ayudarlos por lo menos el moribundo podía tomarse de mi mano. Mientras atendía a esos hombres y, los acompañaba durante su tránsito al otro mundo, aprendí algo muy importante, y era que la naturaleza o Dios, cuida de las personas en esos momentos y mueren sin temor alguno, a menudo muy contentos de marcharse, o si no en estado de coma y físicamente inconscientes. Sólo dos moribundos, a quienes acompañé, murieron en forma distinta. Uno de ellos, en Lucknow, murió maldiciendo a Dios y a su madre y despotricando contra la vida. El otro fue un horrible caso de hidrofobia. La muerte no es tan temible cuando uno la enfrenta [e64] cara a cara. A menudo me ha parecido como un amigo bondadoso y nunca tuve la sensación de que llegaba a su fin algo real y vital. No sabía nada de investigaciones psíquicas ni de la ley de renacimiento, y sin embargo en esos días de creencias ortodoxas estaba segura de que morir sólo era emprender otra tarea. En realidad, subconscientemente, nunca creí en el infierno, y desde el punto de vista cristiano, gran parte de los ortodoxos deberían estar allí.

        No tengo la intención de hacer una disertación sobre la muerte, pero quisiera dar aquí una definición que siempre me pareció adecuada. La muerte es "un toque del alma, demasiado fuerte, para que el cuerpo la pueda resistir", es un llamado de la divinidad que no acepta negativa, es la voz de la Entidad espiritual interna que dice: retorna por un tiempo a tu centro o fuente de origen, y reflexiona sobre las experiencias realizadas y las lecciones recibidas, hasta llegado el momento de volver a la tierra para otro ciclo de aprendizaje, de progreso y de enriquecimiento.

        [i79] El ritmo y el interés por el trabajo hicieron presa de mí, y llegué a amar esa tarea, pese a que mi salud nunca fue buena y sufría terribles jaquecas. Los dolores de cabeza me obligaban a guardar cama durante días, pero siempre me recobraba y hacía lo que debía hacer. Me encontraba afrontando problemas para los que (como he dicho anteriormente) no tenía la capacidad necesaria, y algunos de ellos eran trágicos. Tenía verdaderamente tan poca experiencia de la vida, que cuando tomaba una decisión nunca estaba segura de que fuera lo mejor o lo correcto. Tuve que enfrentarme con cosas que ni aún hoy quisiera tratar. Una vez un hombre mató a otro y buscó refugio donde yo me encontraba, y tuve que entregarlo a la justicia a pedido de la policía. Otra vez uno de los administradores huyó de nuestros Hogares llevándose todo el dinero que había allí, y tuve que pasarme la noche persiguiéndolo hasta una estación de ferrocarril. Recuerden que eso no se hacía en mi época y que, desde el punto de vista de la señora Grundy, mi conducta era escandalosa.

        Una mañana me desperté en Lucknow con la fuerte impresión de que debía partir de inmediato a Meerut. Tenía un pase libre de primera clase en el Gran Ferrocarril de la Península India, y podía ir y venir a mi antojo por todo el norte del país. Mi compañera trató de persuadirme para que no fuera, pero sentí que alguien me necesitaba. Cuando llegué a Meerut, hallé que uno de los administradores había sufrido un ataque de insolación y se había vuelto loco al golpear la cabeza contra una viga. Encontré a su joven esposa y a su hijo, presas de una gran emoción. El paciente padecía de manía suicida, y el doctor me previno que eso podía degenerar en una tendencia homicida. Entre su joven esposa [e65] y yo lo cuidamos durante diez días, hasta que pude conseguirle pasaje para Inglaterra, donde más tarde se recuperó.

Otro administrador sufrió un ataque de depresión y amenazaba [i80] suicidarse. Lo estudié durante un tiempo, y al fin me cansé de oír su constante amenaza, de modo que un día traje una cuchilla, se la ofrecí, y le dije que dejara de hablar y se suicidara. Al ver el arma se asustó, entonces le regalé un pasaje para Inglaterra. Esos fueron algunos de los hombres que sucumbieron al clima, a la soledad y a la incomodidad general en que se vivía en la India en esa época. Sabíamos poco de Psicología en ese entonces, y no era mucho lo que se hacía por los hombres, desde el punto de vista de los problemas mentales. Algunas de las situaciones que tuve que enfrentar, para las cuales no estaba preparada, constituyeron constantes emergencias que finalmente me abatieron. Pero juntamente con esos acontecimientos tuve momentos muy hermosos y éxito en mantener a los hombres en los Hogares, apartándolos de los distritos de tolerancia. Atribuía esto a mi profuso poder espiritual y a mi elocuente oratoria. Pienso ahora que eso ,se debía a que era joven y alegre, y no había competidoras. Los soldados no tenían con quién hablar, excepto con las damas de los Hogares. Supongo que mi arte consistía en que los hombres sintieran que los apreciaba y, en realidad, era así.

Regresé a Inglaterra tres veces durante mi permanencia en la India, porque creían que el viaje de tres semanas, que duraba cada travesía, favorecía mi salud. Soy muy buena marinera y me siento muy bien en el mar. En una ocasión tardé tres semanas para regresar a Gran Bretaña; mientras estuve allí permanecí una semana en Irlanda, otra en Escocia y otra en Inglaterra, desde donde tomé el barco de vuelta a la India. He pasado muchos días y meses en el mar. He perdido la cuenta de las veces que crucé el Atlántico.

Todo el tiempo prediqué constante y enérgicamente la antigua religión. Era terriblemente ortodoxa o -expresándolo en palabras modernas- una fundamentalista irreflexiva, porque ningún fundamentalista emplea la mente. Tenía muchos [i81] discusiones con los soldados y oficiales liberales, pero me adhería con dogmática firmeza a las declaraciones doctrinales de que nadie podía salvarse y llegar al cielo, a no ser que creyese que Jesús habla muerto por sus pecados, a fin de aplacar a cualquier Dios iracundo, o a menos que su conversión se cumpliera, lo cual significaba que debía confesar sus pecados y dejar de hacer todo lo que quería. No debía beber, jugar a los naipes, maldecir, ir al teatro ni, lógicamente, tener nada con mujeres. Si no quería cambiar así su vida, al morir iría inevitablemente al infierno, donde se quemaría eternamente en el lago de fuego y azufre. Sin embargo la duda poco a poco empezó a penetrar en mi mente, y tres episodios de mi vida [e66] comenzaron a asumir una exagerada proporción. Lo que ellos implicaban me acuciaba constantemente y fueron en gran parte responsables de un cambio en mi actitud hacia Dios y hacia el problema de la salvación eterna. Permítanme narrarlos, y tendrán oportunidad de ver la secuencia de mi perturbación interna.

Hace muchos años, en mi adolescencia, una tía, radicada en Escocia, tenía una cocinera llamada Jessie Duncan. Fue mi gran amiga desde la infancia. Recuerdo que me escapaba a la cocina para pedirle un pedazo de torta que siempre sabía tener. Durante el día se comportaba como sirvienta, poniéndose de pie cuando yo entraba en la cocina, no se sentaba nunca en mi presencia, respondía sólo cuando le hablaba y era completamente correcta en su actitud hacia todos los demás. Pero por las noches, terminada su labor del día, al acostarme, venía a mi habitación y se sentaba al borde de la cama y charlábamos largamente. Era muy buena cristiana. Me tenía mucho afecto y me veía crecer con interés. Era mi íntima amiga, aunque me trataba en forma áspera, cuando creía que la ocasión lo justificaba. Si no le agradaba [i82] mi comportamiento me lo advertía, como también velaba por mi buena conducta. No creo que mucha gente en América se dé cuenta o aprecie el tipo de amistad y vinculación que puede existir entre las llamadas clases superiores y sus viejos servidores. Es esa verdadera amistad y profundo afecto que existe por ambas partes.

Una noche Jessie vino a verme. Esa tarde yo había hablado en una reunión evangélica en el pequeño salón de la aldea, y pensé que lo había hecho a la perfección. Estaba inmensamente complacida de mí misma. Había asistido Jessie y la demás servidumbre, y descubrí que me había escuchado con ánimo crítico y no estaba muy contenta. Estábamos discutiendo acerca de esa reunión, cuando de pronto se inclinó hacia mí, y tomándome por los hombros me sacudió suavemente para recalcar lo que tenía que decirme: "Cuándo aprenderá señorita Alice, que hay doce portales en la Ciudad Santa, en donde todo el mundo podrá entrar por cualquiera de ellos. Todos se encontrarán en la plaza del mercado, pero no todos lo harán por su portal, señorita". No pude imaginarme entonces lo que quería decir, y ella fue lo bastante astuta para no revelármelo. Nunca olvidé sus palabras. Recibí una de las primeras lecciones de su amplitud de visión y del inmenso amor de Dios y su preocupación por Su pueblo. En ese entonces ella no sabía que repetiría sus palabras a miles de personas en mis conferencias públicas.

La fase siguiente de esta lección se me presentó en la India. Había ido a Umballa a abrir un Hogar para Soldados, llevando conmigo a mi asistente personal, un nativo de nombre Bugaloo, que me quería realmente. Creo que no he escrito bien su nombre, [e67] pero eso no interesa. Era un anciano de larga y blanca barba, y nunca me dejaba hacer la menor cosa si él se encontraba cerca. Me cuidaba meticulosamente, iba a todas partes conmigo, arreglaba mi habitación y me traía el desayuno todos los días.

[i83] Una vez me encontraba en la galería de nuestra Sede en Umballa, mientras observaba desde el camino que pasaba por delante del destacamento, a las multitudes y a las numerosas hordas de indos; hindúes, mahometanos, pathans, sikhs, gurkas, rajputs y babus, barrenderos, hombres, mujeres y niños, que transitaban incesantemente por el camino y lo hacían en forma silenciosa y pensativa, venían de alguna parte, iban a algún lugar y eran legión. De pronto el anciano Bugaloo se me acerco, puso su mano sobre mi brazo (algo que un criado hindú jamás se atrevería a hacer) y lo sacudió para llamarme la atención. Luego, en un curioso inglés, me dijo: "Señorita Baba, escuche: Hay aquí millones de personas. Millones que han estado aquí por largos años, antes que vinieran ustedes los ingleses. El mismo Dios que me ama a mí, la ama a usted". Desde entonces me he preguntado con frecuencia quien sería este viejo, y si mi Maestro K. H. no lo habría empleado para romper el cascarón del formulismo que me cubría. Este anciano parecía un santo y actuaba como tal y, probablemente, era un discípulo. Me encontré nuevamente frente al mismo problema que me había presentado Jessie Duncan, el problema del amor a Dios. ¿Qué había hecho Dios por millones de seres que en el transcurso de las épocas vivieron en el mundo antes de la venida de Cristo? ¿Habían muerto todos e ido al infierno, sin haber sido salvados? Yo conocía el trillado argumento de que Cristo, durante los tres días en que Su cuerpo permaneció en la tumba, fue "a predicar a los espíritus que estaban en la prisión", es decir, en el infierno, lo cual no me parecía justo. ¿Por qué darles sólo una pequeña oportunidad de tres días, después de haber pasado miles de años en el infierno, por haber vivido antes de que Cristo viniera? Por lo tanto, podrán ver que estos interrogantes internos repercutieron poco a poco en mi oído espiritual.

El otro episodio tuvo lugar en Quetta. Decidí que era absolutamente necesario, tanto para mi paz mental como para el bien de los soldados, dar una charla acerca del infierno. En mis años de evangelista nunca lo había hecho. [i84] Siempre eludí el problema y esquivé la cuestión. Tampoco había hecho una afirmación definida de que existía un infierno y que yo creyera en él, ni estaba completamente segura de la existencia de un infierno, pero sí de que había sido salvada y no sería enviada allí. En realidad, si existía, debía hablarse de él, ya que Dios lo empleaba para introducir a tanta gente indeseable. De modo que decidí leer todo lo referente al infierno y también averiguar lo que existía [e68] a ese respecto. Estudié el tema durante un mes, leyendo especialmente las obras de ese teólogo desagradable que era Jonathan Edwards. No tienen una idea de cuán abominables son algunos de sus sermones. Son atroces y revelan una naturaleza sádica. En bina parte, por ejemplo, habla de los infantes que mueren sin bautismo y los tilda de "pequeñas víboras" ardiendo en el fuego del infierno. Eso sí me pareció realmente injusto. Ellos no pidieron nacer, eran demasiado pequeños para saber algo acerca de Jesús, ¿por qué, entonces, debían consumirse en el fuego por toda la eternidad? Me saturé con la idea del infierno y atiborrada de información, olvidando que nadie volvió de allí para decirnos o contarnos si existía o no, esa tarde hablé desde el estrado a quinientos hombres, dispuesta a aterrorizarlos y llevarlos a los tribunales celestiales.

Era un salón inmenso con amplios ventanales de estilo francés que daban a un rosedal, en esa época florecido. Espeté lo que tenía que decir, grité, vociferé y recalqué el peligro en que se hallaba el auditorio. Me dejé llevar por el tema, pensando en el infierno, y olvidé lo que me rodeaba. De pronto, transcurrida media hora, me di cuenta de que no tenía auditorio. Uno a uno los hombres se habían escapado por los ventanales. Estuvieron escuchando hasta que no aguantaron más, y se reunieron en torno a los rosales para reírse de esta pobre [i85] tonta. Me quedé con un puñado de soldados de espíritu religioso, a quienes sus camaradas llamaban "tragabiblias", con toda irreverencia. Eran miembros del grupo de oración y esperaron en silencio, con gentileza e impasibles, que terminara. Cuando llegué a un tambaleante final, se me acercó un sargento con mirada de lástima y me dijo: "Señorita, usted sabe que mientras dijo la verdad, escuchamos todo lo que tuvo que decirnos, pero cuando empezó a decir mentiras, la mayoría de nosotros se levantó y se fue, eso hicimos". Fue una lección drástica y violenta, que en ese entonces no comprendí. Creía que la Biblia enseñaba la existencia del infierno, por lo tanto, todo lo que consideraba de valor recibió un sacudón. Si la enseñanza acerca del infierno no era verdad ¿qué cosas no serían falsas?

Estos tres episodios obligaron a mi mente a formular los más serios interrogantes, lo cual ayudó a que oportunamente tuviera un colapso nervioso. ¿Había estado yo equivocada todo el tiempo? ¿Debía aprender algunas cosas más? ¿Existían otros puntos de vista que podrían posiblemente ser correctos? Sabía que mucha gente buena no pensaba como yo y hasta entonces había sentido lástima por ellos. Si Dios es tal como me lo figuraba (y ¡oh terrible pensamiento!), si Dios es tal como lo imaginaba y si realmente yo comprendía a Dios y lo que Él deseaba, ¿podría Él ser Dios? -porque (si yo lo comprendía) debía ser tan perecedero como [e69] yo. ¿Existía un infierno? y si existía ¿por qué Dios enviaba a alguien a un lugar tan desagradable si era un Dios de amor? Yo no lo podría hacer. Yo, Dios, diría a la gente: "Si no pueden creer en Mí, lo lamento, pues realmente merezco que crean en Mí, pero no puedo ni quiero castigarlos simplemente por eso. Quizás ¿no habrán oído o no puedan evitar el oír hablar cosas erróneas sobre Mí?" ¿Por qué debía ser yo más bondadosa que Dios? ¿Sabía yo de amor más que Dios? y si [i86] era así, ¿cómo Dios podía ser Dios, y por lo tanto ser yo más grande que Él en ciertos aspectos? ¿Sabía yo lo que estaba haciendo? ¿Cómo podía seguir enseñando? Y así sucesivamente. Empezó a manifestarse un cambio en mis puntos de vista y en mi actitud. Había comenzado una pequeña fermentación, fundamental en sus resultados y angustiosa en sus implicaciones. Estaba muy preocupada y no dormía bien. No podía pensar con claridad ni me animaba a consultar a nadie.

En 1906 empecé a decaer físicamente. Los dolores de cabeza que siempre sufría, aumentaron, y quedé deshecha. Tres cosas fueron la causa de este decaimiento: primero, me había hecho cargo de demasiada responsabilidad para mis pocos años y, segundo, sufría una aguda perturbación síquica. Cuando había trastornos y dificultades en conexión con el trabajo, me culpaba íntimamente a mí misma. Aún debía aprender la lección de que el verdadero fracaso era considerarse derrotado y ser incapaz de continuar. adelante. Pero lo que más me importaba era que la trama interna de mi vida comenzaba a desmoronarse. Había puesto en juego toda mi vida por las palabras de San Pablo: "Conozco a Aquél en Quien he creído y estoy persuadido de que Él retendrá lo que le he confiado hasta ese día". Pero ya no estaba tan segura de que existiera el día del Juicio, ni tampoco de lo que le había confiado yo a Cristo; dudaba de todo lo que me habían inculcado. De lo único que nunca dudé y que estaré eternamente segura, es de la realidad de la existencia de Cristo. Sé en Quién he creído. Ese hecho soportó la prueba, no va basada en la creencia, sino en el conocimiento. Cristo EXISTE. Es el "Maestro de Maestros y el Instructor de ángeles y hombres".

Pero más allá de este hecho inalterable, toda la trama [i87] mental de mi vida y mi actitud hacia la trillada teología de mis compañeros de tarea, fue sacudida hasta los cimientos, y este sacudón duró hasta 1915. Desafortunadamente para mí y también constituyendo la tercera razón de mi decaimiento físico, me enamoré, por primera vez en mi vida, de un soldado raso que pertenecía al regimiento de húsares. Muchas veces creí estar enamorada. Recuerdo bien a un mayor de cierto regimiento (hoy un general famoso) que quería casarse conmigo. Fue una época muy divertida. Enfermé de sarampión, mientras me encontraba en determinado [e70] sector de la India, y me habían llevado como paciente externa a un hospital de nativos dirigido por médicos ingleses. Diagnosticaron sarampión, me pusieron en cuarentena en un chalet del establecimiento, con mi viejo criado que dormía por la noche delante de la puerta. No pude haber tenido un acompañante más perfecto. Tres médicos y este mayor de quien hice alusión, pasaban las noches conmigo. Puedo verlos sentados en torno de una mesa con una lámpara de petróleo, pues era invierno, y el doctor X con sus pies sobre el hogar leyendo el diario, el otro médico el mayor, jugando al ajedrez y yo, llena de ronchas, cosiendo afanosamente. Una insignificante gobernanta me robó al mayor, cual no fue muy lisonjero por cierto, y uno de los médicos me profesó un amor sin esperanzas durante años. Hasta llegó a perseguirme de la India a Escocia, para mi horror y espanto y sorpresa de mi familia que no podía comprender por qué me quería tanto. Otros hombres se habían interesado por mí, pero ninguno me interesó hasta conocer a Walter Evans.

Era bien parecido. De mente brillante y muy educado, y por mis buenos oficios se había convertido totalmente a mis ideas. De no estar ocupada en mi tarea en esos momentos, no hubiera existido problema alguno, excepto el económico, pero la dificultad residía en la suposición de que las damas que trabajaban en los Hogares Sandes para [i88] Soldados, tenían tales conexiones aristocráticas (y realmente las tenían), que la posibilidad o probabilidad de un matrimonio con un soldado, estaba fuera de toda cuestión. El bien definido sistema de castas en Gran Bretaña, contribuía a sostener esta posición. Las demás no debían, no podían y generalmente no querían enamorarse de un soldado raso. Me encontraba, por lo tanto, no sólo frente a mi problema personal, pues Walter Evans no era de la misma condición social, sino que también abandonaba el trabajo, dificultando las cosas para mis compañeras de labor. Estaba totalmente frenética y me sentía traidora. El corazón me impulsaba en un sentido y la cabeza decía rotundamente "no", me sentía enferma y tan mal que no podía pensar con claridad.

Me disgusta tener que referirme a este período de mi vida y detesto enormemente remover el polvo de los años que siguieron. Me habían educado para demostrar digna reticencia; mi trabajo en los Hogares Sandes para Soldados, me había enseñado a no hablar de mí misma. De todas maneras, no me gusta entablar discusiones en torno de mi propia persona, especialmente acerca de los hechos de mi vida relacionados con Walter Evans. Gran parte de mi tiempo, en los últimos veinte años, lo pasé escuchando las confidencias de personas con preocupaciones y duras experiencias. Me han asombrado los detalles íntimos que me confiaron, [e71] aparentemente con alegría. Nunca pude comprender este quebrantamiento de las reglas, en los detalles personales, de allí mi dificultad para escribir esta autobiografía.

Cierta noche calurosa en Locknow que no podía dormir, me puse a caminar de un lado a otro en mi habitación, totalmente desolada. Salí a la amplia galería bordeada de arbustos florecidos, pero sólo encontré mosquitos. Retorné a mi habitación, me detuve por un momento junto al tocador. De pronto, un ancho haz de luz brillante inundó mi cuarto y oí la voz del Maestro que vino a mí cuando [i89] tenía quince años. Esta vez no lo vi, pero permanecí de pie en medio de la habitación escuchándolo. Me dijo que no me preocupara indebidamente, que estaba bajo observación, haciendo lo que Él quería que hiciese, que todo había sido planificado y se iba a iniciar el trabajo que debía realizar en mi vida, delineado anteriormente, pero ahora irreconocible para mí. No me ofreció solución para ninguno de mis problemas ni me dijo lo que tenía que hacer. Los Maestros nunca lo hacen ni dicen al discípulo lo que debe hacer, dónde debe ir o cómo manejar una situación, a pesar de todas las tonterías de los devotos y bien intencionados. El Maestro es un ejecutivo muy ocupado y Su tarea consiste en guiar al mundo. Nunca pronuncia palabras dulces a personas mediocres, sin influencia alguna o que no han desarrollado la capacidad de servir. Menciono esto último porque es algo que debe ser aclarado, pues ha desviado a mucha gente buena. Aprendemos a ser Maestros resolviendo nuestros propios problemas, corrigiendo nuestros errores, aliviando parte de la carga de la humanidad y olvidándonos de nosotros mismos. Esa noche, el Maestro no me dio ningún consuelo, ni me felicitó ni pronunció lindas palabras; lo único que me dijo fue, "el trabajo debe ir adelante. No lo olvides. Disponte a trabajar. No te dejes engañar por las circunstancias."

Tengo que reconocer, para decir las cosas como son, que Walter Evans se comportó perfectamente bien. Se dio cuenta de la situación, haciendo todo lo que estuvo a su alcance para mantenerse en segundo plano y facilitarme las cosas. Cuando llegó la época del calor, me fui a Rhanikhet con la señorita Schofield, y allí, todo lo que había entre Walter Evans y yo, se definió. Pasamos un verano riguroso. Habíamos establecido un nuevo Hogar para Soldados y no me había sentido muy bien durante ese período. Walter Evans había venido con su regimiento de caballería; él y otros soldados [i90] me enseñaron a cabalgar mejor de lo que sabía. La señorita Schofield veía lo que iba ocurriendo. Éramos amigas íntimas, siendo esto afortunado. Me conocía bien y confiaba plenamente en mí. Un día, hacia el final del verano, cuando terminó el monzón, me dijo que dentro de una semana se cerraría [e72] el Hogar y que me encargaba esa tarea, a pesar de saber que Walter Evans estaba allí y yo iba a quedar sola en la casa. La víspera, antes de salir para Rhanikhet, llamé a Walter Evans para decirle que toda relación entre nosotros era imposible, que no lo vería nunca más, siendo definitiva esta despedida. Aceptó mi decisión, y yo regresé a la llanura.

Una vez allí, me derrumbé del todo. Estaba agotada por exceso de trabajo, con continuas y terribles jaquecas y, como punto culminante, este asunto amoroso. Nunca he podido tomar las cosas a la ligera, ni lo he hecho, a pesar de mi gran sentido del humor que tantas veces ha salvado mi vida. Siempre tomé la vida y las circunstancias con mucha seriedad y viví una vida mental muy intensa. Tengo la idea que en una vida anterior les fracasé seriamente a los Maestros. No recuerdo lo que fue, pero albergo el profundo sentimiento de que en esta vida no fracasaré y que debo triunfar. Cómo fracasé en el pasado, no interesa, pero hoy no debo hacerlo.

Siempre me han molestado las tonterías de la gente acerca del recuerdo de las vidas pasadas. Soy profundamente escéptica en lo que concierne a ello. Creo que los numerosos libros que se han escrito, dando detalles de las vidas pasadas de ocultistas prominentes, evidencian una vívida imaginación, no son verídicas y engañan al público. Esta creencia ha sido reforzada por el hecho [i91] de que en mi trabajo he tropezado, por docenas, con Marías Magdalenas, Julios Césares y otros personajes importantes, que confesaron ampulosamente su identidad, no obstante, en esta vida son gente muy común y poco interesante. Estos famosos personajes parecen haber sufrido un penoso deterioro desde sus últimas encarnaciones, lo que hace surgir en mi mente una duda acerca de la evolución. Además no creo que en el largo cielo de experiencia del alma, ésta recuerde o le interese el cuerpo que ocupaba, o lo que realizó hace cien años o dos, u ocho o mil años atrás, del mismo modo que mi personalidad actual no tiene la menor idea ni interés en lo que hice el 17 de noviembre de 1903 a las 3.45 p.m. Probablemente una sola vida no tendrá más importancia para el alma que para mí 15 minutos en 1903. Por supuesto que habrá algunas vidas, ocasionalmente, que se destacarán en el recuerdo del alma, así como hay días inolvidables en esta vida, pero son pocos y ocurren muy de vez en cuando.

Sé que innumerables vidas de experiencia y amargas lecciones, han hecho de mí lo que soy. Estoy segura que el alma podría (si quisiera perder tiempo) recordar sus pasadas encarnaciones, porque el alma es omnisciente, pero ¿de qué me serviría? Sería solamente una forma de egocentrismo y una historia penosa. Si poseo hoy alguna sabiduría y si cualquiera de nosotros puede evitar [e73] cometer errores mayores en la vida, se debe a que hemos aprendido, por duras experiencias, a no volver a hacer esas cosas. El pasado (desde el actual punto de vista espiritual) probablemente resulte vergonzoso en grado sumo. Hemos matado, robado, difamado y engañado; fuimos egoístas, perjuros, ambiciosos y desleales. Pero hemos pagado el precio, porque la gran ley a que se refiere San Pablo: "Lo que un hombre sembrare, eso recogerá", actúa [i92] siempre y rige eternamente. Por eso hoy no hacemos esas cosas, porque no nos agradó el precio que tuvimos que pagar y pagamos. Creo que ha llegado el momento, para esos idiotas que pierden tanto tiempo y esfuerzo en recordar sus pasadas encarnaciones, de despertar a la realidad y de que si se vieran como realmente fueron, guardarían eterno silencio. Quienquiera yo haya sido y hecho en una vida anterior, fracasé. Los detalles no interesan, pero el temor al fracaso está profundamente arraigado y es innato en mi vida. De aquí el profundo complejo de inferioridad que sufro, pero trato de ocultarlo en bien de la obra que realizo.

Por eso, con gran determinación e íntimo sentido de heroísmo, dispuse llevar una vida de solterona y traté de seguir adelante con la obra.

No obstante, no bastaron mis buenas intenciones para continuar con el trabajo. Estaba demasiado enferma. La señorita Schofield, por lo tanto, resolvió llevarme de nuevo a Irlanda y ver lo que Elise Sandes sugeriría. Me sentía demasiado enferma para protestar, y había llegado al punto en que no me importaba vivir o morir. Clausuré el Hogar para Soldados en Rhanikhet y, hasta donde sabía, todas las cuentas estaban en orden. Traté de efectuar las reuniones evangélicas hasta el final, pero ahora me doy cuenta de que ya no hacía impacto. Sólo recuerdo la gran bondad del Coronel Leslie que supervisó mi traslado de Rhanikhet a la llanura. Fui en carruaje, crucé un torrentoso río sobre las espaldas de un hombre y viajé en un carrito durante muchas millas; luego tomé otro, carruaje que me llevó a un lugar donde pude tomar el tren hacia Delhi. Entonces no existía Nueva Delhi. El coronel se ocupó de todo, almohadones, cobijas, comida, y lo que pudiera necesitar. Mi "durzi" o sastre personal, decidió acompañarme hasta Bombay, pagando sus propios gastos, [i93] simplemente porque sentía cariño por mí. Él y mi acompañante me cuidaron y jamás he olvidado su bondad y gentil ayuda.

Cuando llegué a Delhi, el Jefe de la estación me informó que el gerente general había enviado desde Bombay un vagón especial para mí. Cómo supo que estaba enferma, no lo sé, pero era uno de los cinco hombres mencionados, al referirme a mi primer viaje. Nunca le di las gracias, pero le estoy muy reconocida.

[e74] Nada recuerdo de ese viaje de la India a Irlanda, exceptuando os casos. Uno, mi llegada a Bombay al hotel. Recuerdo que subí mi cuarto y me tendí en la cama, demasiado cansada para lavarme y desempacar mis cosas; también que al despertar, diecisiete horas después, me encontré de un lado de la cama con el rostro de la señorita Schofield y del otro con el del doctor. He dormido en esa forma una o dos veces en mi vida, cuando he estado agotada al máximo. El segundo caso fue cuando me embarcaron en un buque de la compañía P. y 0., donde, para mi vergüenza y horror, me puse a llorar debido a la gran debilidad y agotamiento nervioso. Lloré todo el viaje de Bombay a Irlanda; lloré en el camarote, en la cubierta y durante las comidas, y desembarqué en Marsella con lágrimas que corrían por mis mejillas. Lloré en el tren que me condujo a París, en el hotel de esa ciudad, en el tren a Calais y en el barco que me llevó a Inglaterra. Lloré incesante y desesperadamente, sin poder evitarlo, por mucho esfuerzo que hice. Recuerdo haber reído solamente dos veces, pero reí de veras. Una cuando descendimos en Avignon para comer; al entrar a un restaurante, el mozo que atendía me lanzó una mirada y dejó caer de las manos, uno por uno, tres docenas le platos -honestamente creo que al verme llorar y llorar. Otra cosa que me hizo reír fue en una pequeña estación de Francia, donde el tren se detuvo por diez minutos. [i94]Una dama de nuestro compartimiento descendió del tren para ir a la sala de señoras. En esa época los trenes carecían de todo tipo de comodidades. Entonces se trataba de dar más categoría al reservado, aplicándole las siglas W. C. (Water Closet). Volvió al tren riendo a carcajadas, y cuando pudo, me dijo: "Mi querida, como sabe, fui al Wesley and Chapel (Capilla Wesley), no estaba muy limpia pero, uno siempre espera que los W. C. sean feos. Pero lo que me desconcertó, fue un cómico portero francés parado impacientemente en la puerta, para alcanzarme la hoja de himnos". Dejé de llorar por unos minutos y comencé a reírme hasta enfermar, entonces la señorita Schofield creyó que me había dado un ataque de histeria.

Por fin llegamos, a Irlanda y me encontré con mi querida señorita Sandes. Recuerdo que experimenté alivio y que me invadió el sentimiento de haber terminado con todas mis dificultades. Por lo menos ella comprendería la situación y apreciaría lo que había hecho. Para mi asombro descubrí que todo mi gallardo sacrificio fue considerado por ella como un gesto absolutamente innecesario. Me creyó, y quizás con toda razón, una criatura aturdida que se refugia en lo dramático. Por supuesto, se sintió profundamente decepcionada conmigo. Yo hice justamente lo que sus muchachas nunca hubieran hecho. Había contado con mi ayuda por muchos años y hasta hizo los trámites necesarios para asociarme [e75] a su obra, pese a mi juventud. Consideró que podía hacerlo porque, según me dijo, le agradaba mi sentido del humor, reconocía mi integridad básica y lo que ella llamaba mi "aplomo espiritual", y además sabía que era esencialmente honesta. En realidad una vez me dijo, mientras caminábamos por una senda de la campiña, en Irlanda, que mi franqueza podía acarrearme trastornos, y que mejor sería que aprendiera a no decir la verdad abiertamente. A veces el silencio puede ser muy útil.

En consecuencia, llegué a la conclusión de que [i95] había fallado en mi trabajo y por lo tanto a la señorita Sandes. Ya había dejado de llorar y me sentía contenta de estar con ella. Aún puedo ver la salita de la pensión, en la pequeña villa o pueblo, a orillas del mar, cerca de Dublin, donde fue a esperar a Theo Schofield y a mí. Oyó mi historia de labios de Theo, que tanto me quería. Oyó también mi propia versión, la historia de una santa aturdida y martirizada, por lo menos eso me consideraba entonces. Esa noche me mandó a la cama diciéndome que me vería a la mañana siguiente. Después del desayuno me dijo que en realidad no había razón para no casarme si así lo deseaba, siempre que el asunto se hiciera con toda discreción. La situación requería, lo que en el Bhagavad Gita, esa antigua Escritura de la India, se llama "habilidad en la acción". La señorita Sandes me quería y mimaba y me recomendó no afligirme. Me sentía demasiado cansada para preocuparme y también para pensar acerca de la "habilidad en la acción". Me quedé azorada al saber que mi maravilloso y heroico sacrificio espiritual para bien de la obra, era considerado innecesario. Me sentí abandonada. Durante ese día desarrollé un estado de ánimo terrible; sentíme tonta o estúpida. Entonces abandoné a esas dos maduras y queridas damas, que quedaron discutiendo acerca de mí y mis planes; salí a caminar para sentir el fresco aire de la noche. Estaba hastiada, desanimada y descorazonada; recuerdo únicamente que un policía me levantó y me sacudió (parece que hubiera estado destinada a ser sacudida por la gente) y mirándome con profunda sospecha, me dijo: "Trate de no desmayarse en lugares como éste. Son las nueve de la noche, tiene suerte que la haya visto. Vaya a su casa". Arrastrándome me volví, muerta de frío y empapada por la lluvia y las salpicaduras del agua del mar que barría el muelle, donde aparentemente había estado tirada por largo rato. Balbuceando, narré lo acontecido a Elise y a Theo, los cuales amorosamente me pusieron en cama. Creo que adquirí cierto sentido de proporción y comprendí [i96] que para los jóvenes resultan trágicos los acontecimientos de la vida y que la exageración de los hechos es una reacción natural de la juventud.

[e76] Al día siguiente me dirigí a Edimburgo para visitar a mi querida tía Margaret Maxwell. Allí mis problemas se complicaron más, no sólo por su solicitud para conmigo, sino por la llegada de un hombre muy agradable y encantador que me había seguido desde la India para proponerme matrimonio. Sobre esa complicación vino otra. A la mañana siguiente recibí una carta de un oficial del ejército, que estaba en Londres, en la que me decía que accediera a casarme con él inmediatamente. Ahí estaba yo, con una solícita tía, dos compañeras de trabajo ansiosas por serme útiles y tres hombres en mis manos. Sabía que a mi tía podía hablarle de Walter Evans, y así lo hice, exponiendo con franqueza la situación. No me atreví a mencionar a los otros dos, pues por su actitud conservadora habría pensado que algo en mí no funcionaba bien, por haber esperanzado a tres hombres simultáneamente, lo cual no era así. A decir verdad nunca fui coqueta.

Disponía de sólo una semana para estar en Edimburgo, antes de partir para Londres, debido a que mi pasaje de vuelta a Bombay había sido reservado antes de abandonar la India. Mi problema consistía en saber a quién recurrir para aconsejarme. Pude hacerlo fácilmente. Fui a la Casa de la Diaconesa, en Edimburgo, para ver a la directora de las diaconesas de la Iglesia Escocesa. Era hermana de Sir Williams Maxwell, del castillo de Cardoness, cuñada de mi tía con la que vivía. Para mí era siempre "tía Alice", a quien adoraba por no haber en ella la más mínima estupidez o estrechez de criterio. Me parece estar viéndola, alta y erecta, con su uniforme de diaconesa, irguiéndose para darme la bienvenida en su hermoso saloncito. Su uniforme era de una gruesa seda marrón, y generalmente usaba cuellos y puños de fino encaje que solía hacerle, pues yo, era una excelente tejedora. Aprendí a tejer encajes de punto irlanda [i97] cuando era muy joven, y eran realmente hermosos. Durante muchos años le tejí cuellos y puños, agradecida por la comprensión que siempre me demostró. Nunca se casó, pero conocía la vida y amaba a la gente. Le conté el asunto de Walter Evans, y del Mayor del Ejército en Londres, y también del idiota acaudalado y tonto que me había seguido hasta allí y que en ese momento me esperaba afuera. Me parece verla al levantarse e ir hacia la ventana, espiar a través de la cortina de encaje y reírse. Conversamos durante dos horas, quedando el asunto en sus manos, para pensarlo y rogar sobre lo que yo debía hacer. Me prometió que haría lo humanamente posible para resolver mi problema, pues debido a mi enfermedad no podía razonar, y además tenía muy poco sentido común. Fue un alivio dejar todo en sus hábiles manos, y regresé a casa de mi tía, sintiéndome mejor. Al cabo de unos días volví a Londres para embarcarme otra vez para la India, acompañada por Gertrude Davies-Colley, [e77]quien quedaría conmigo y me cuidaría, porque evidentemente estaba demasiado enferma para quedarme sola.

De manera que volví a mi trabajo sin tener la más remota idea de cómo se desarrollaría mi vida. Decidí vivir al día, sin mirar el futuro. Confiaba en el Señor y en mis amigos, y esperé.

Mientras tanto tía Alice se puso en contacto con Walter Evans. Su contrato con el ejército estaba a punto de expirar y. debía abandonar la India. Mi tía le pagó todos los gastos para que fuera a los Estados Unidos a seguir allí un curso de teología, donde se graduaría de clérigo de la Iglesia Episcopal, que en Norteamérica es equivalente al de la Iglesia Anglicana. Hizo esto para procurarle una posición social que facilitara mi oportuno casamiento. Lo realizó todo abiertamente, informándome de cada paso que daba y enterando también a la [i98] señorita Sandes. Sin embargo, se hizo silencio en lo que concernía a mi trabajo en el ejército, y con el tiempo abandoné la India, entendiéndose que vo Ía para casarme con un clérigo.

Regresé a Umballa y realicé todo el trabajo necesario durante el invierno; luego en el verano fui a Chalcrata a dirigir el Hogar para Soldados de esa región. Mi salud empeoraba cada vez más v mis jaquecas eran más frecuentes. Allí el trabajo era muy pesado y recuerdo, con gratitud, la bondad y gentileza de dos hombres que hicieron tanto por mí, que de no haber sido por ellos pensé muchas veces si estaría aún viva. Uno era el coronel Leslie, cuyas hijas, de mi misma edad, eran amigas mías. Frecuentaba mucho su hogar y me cuidaba con toda solicitud; el otro, el coronel Swan, médico oficial del ejército del distrito, a quien yo consultaba en su carácter de médico. Hizo todo lo que pudo por mí, a veces me cuidaba durante horas, pero empeoré tanto, que ambos, el coronel Leslie y el coronel Swan, tomaron el asunto en sus manos, cablegrafiaron a mis parientes y a la señorita Sandes, explicando que me enviarían de regreso a Inglaterra en el primer barco que zarpara.

Cuando regresé a Londres fui a ver a Sir Alfred Schofield, hermano de Theo Schofield, uno de los más destacados neurólogos y clínicos de Londres. Me puse totalmente en sus manos. Era un hombre de inteligencia brillante y realmente me comprendía. Le consulté aterrorizada por mis jaquecas. Creía tener un tumor en el cerebro, o que me estaba volviendo loca, u otra tontería por el estilo, y estaba demasiado enferma físicamente para combatir esas fobias con éxito. Después de breve conversación se levantó del escritorio, y encaminándose, hacia uno de los anaqueles de su biblioteca, extrajo un grueso y pesado volumen. Al abrirlo, me señaló determinado párrafo y me dijo: "Joven, lea estas cuatro o cinco líneas y elimine [i99] sus temores". Me enteré que [e78] la jaqueca no era nunca fatal, que no traía consecuencias sobre la mentalidad del sujeto y que las víctimas eran generalmente personas mentalmente bien equilibradas y con fuerza mental. Tuvo la inteligencia suficiente para adivinar mis temores ocultos, y lo menciono para bien de otros. Me envió a la cama por seis meses y me dijo que cosiera todo el tiempo. De modo que me dirigí a casa de mi tía Margaret, en Casttamont, volví a mi antiguo dormitorio, que ocupé durante tantos años, y le confeccioné a mi hermana un ajuar completo de ropa interior, enaguas con frunces y puntillas, cosidas a mano con punto fantasía; calzones con volados (que en esos días ni se mencionaban) y un cubrecorsé, de los que ya no se ven y están fuera de moda, como el fabuloso y extinto "dodo". Debo decir en mi favor que era una buena bordadora y lencera. Todos los días me levantaba e iba a caminar por los páramos, y cada semana me sentía levemente mejor. Walter Evans me escribía regularmente desde Norteamérica.



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