Autobiografía Inconclusa

      


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CAPITULO TERCERO

[e79][i100]Me resulta difícil describir los años siguientes, como también explicar esa fase de mi vida. Retrotrayéndome a esa época, sé muy bien que mi sentido del humor me abandonó temporalmente, y cuando esto sucede a quien habitualmente se ríe de la vida y las circunstancias, es algo terrible. Cuando digo "humor" no quiero significar un sentido humorista, sino predisposición a reírse de uno mismo, de los hechos y de las circunstancias y en relación con el propio medio ambiente y equipo. No creo que posea un sentido humorístico. Simplemente, no comprendo las historietas de los periódicos dominicales y tampoco puedo recordar un chiste, pero poseo sentido del humor y no tengo dificultad en hacer reír a carcajadas a un auditorio por numeroso o pequeño que sea. Siempre puedo reírme de mí misma, pero en dichos años nada hubo divertido, y mi problema consiste en describir este ciclo sin ser mortalmente aburrida o presentar un cuadro deprimente de una mujer desgraciada, pues eso era yo. Lo haré y relataré mi historia con su sufrimiento, dolor y angustia, lo mejor que pueda, pidiéndoles que tengan paciencia. Fue el período trascurrido entre veintiocho felices años y otros veintiocho años también felices, que aún continúan siéndolo.

Hasta 1907 había tenido mis desvelos y problemas, pero eran básicamente superficiales. Tuve éxito desempeñando un trabajo que me agradaba. Estaba rodeada de personas que me apreciaban, y no recuerdo haber tenido cuestiones con mis colaboradores. No sabía lo que eran necesidades económicas. En la India podía viajar a donde quería y retornar a Gran Bretaña sin [i101]preocupaciones. En realidad no tenía dificultades personales que encarar.

Pero llegamos aquí a un ciclo de mi vida, de siete años, donde sólo conocí dificultades que afectaron a toda mi naturaleza. Entré en un período de gran zozobra mental. Debí afrontar situaciones que exigían la máxima reacción emocional de que era capaz, y físicamente la vida se hizo en extremo dura. Creo que estos períodos, difíciles de aceptar, son necesarios en la vida de todos los discípulos activos, pero estoy firmemente convencida que si los enfrentamos con pleno conocimiento y determinación del alma, inevitablemente siempre tendremos la fortaleza necesaria para dominar las circunstancias. El resultado es siempre (en mi caso y en el de quien se esfuerza por trabajar espiritualmente) [e80]adquirir mayor capacidad para satisfacer la necesidad humana y ser una mano fuerte tendida en la oscuridad" para otros compañeros peregrinos. Mientras una de mis hijas atravesaba por una experiencia terrible, permanecí con ella, y pude observar cierta capacidad -como resultado de sufrir pacientemente durante cinco años- que de otra manera no habría sido posible, pues aún es joven, y tiene un futuro útil y constructivo por delante. No hubiera podido ayudarla de no haber pasado por la misma prueba de fuego.

Después de estar enferma seis meses, se tomaron disposiciones para mi casamiento. El poco dinero que me pertenecía fue legalmente administrado, de modo que Walter Evans no pudiera tocarlo. Tía Alice le envió el dinero necesario para su ropa y para venir a Escocia a buscarme. En esa época vivía con mi tía, la señora de Maxwell, en Castramont. El matrimonio fue celebrado por el señor Boyd-Carpenter, en la capilla privada de la casa de un amigo. El hermano mayor de mi padre, William La Trobe-Bateman (también un religioso), fue mi padrino.

Inmediatamente después del casamiento pasamos una temporada en casa de los parientes de Walter Evans, en el norte de Inglaterra. Un pariente [i102]político, presente en la boda, relacionado con media Inglaterra, me despidió aparte, diciéndome: "Alice, ahora que te has casado con este hombre, irás a visitar a su familia. Hallarás que no son como los tuyos, tu deber consistirá en que se sientan igualmente como los tuyos. Por amor al cielo, no seas pedante". Con estas palabras me introdujo en un período de mi vida en el que abandoné todo rango y posición social y, repentinamente, descubrí a la humanidad.

No soy de esas personas que creen que sólo el proletariado es bueno y está en lo cierto, y que la clase media constituye la sal de la tierra, mientras que la aristocracia es completamente inútil y debería desaparecer. Tampoco acepto la idea de que sólo los intelectuales pueden salvar al mundo, aunque es el punto de vista más sensato, porque el intelectual puede surgir de todas las capas sociales. He hallado personas terriblemente pedantes entre la denominada clase inferior, y también he conocido tipos similarmente virulentos en la aristocracia. El puritanismo y el conservadurismo de la clase media es la gran fuerza equilibradora de toda nación. El empuje y rebeldía de las clases inferiores promueve el engrandecimiento de los pueblos, mientras que la tradición, la cultura y la actuación de la aristocracia, constituyen el valioso acerbo de una nación. Todos estos factores son de correcta y sensata utilidad, pero todos pueden también ser mal empleados. El conservadorismo puede ser peligrosamente reaccionario; una rebelión justa puede trasformarse en una revolución fanática, mientras [e81]que el sentido de responsabilidad y de superioridad, frecuentemente evidenciado por las clases, puede degenerar en un "paternalismo estupefaciente". No existe nación donde no hay diferencias de clases. Puede haber una aristocracia de nacimiento en Gran Bretaña, pero en Estados Unidos hay una aristocracia adinerada igualmente característica, excluyente y rígida en sus barreras. ¿Quién puede decir cuál es mejor [i103]o peor? Me crié en un sistema de castas muy rígido, y nada en mi vida había contribuido a hacerme sentir en un pie de igualdad con quienes no pertenecían a mi casta. No obstante aún debía descubrir que detrás de las diferencias de clases en Occidente y del sistema de castas en Oriente, existe una gran entidad que denominamos humanidad.

De todos modos, con mis hermosos vestidos, mis costosas alhajas, mi voz cultivada y mis modales sociales, me lancé a integrar la familia de Walter Evans, sin pensar ni medir la situación. Hasta la antigua servidumbre veía la situación con cierto escepticismo. El viejo cochero, Potter, nos condujo a la estación, después de la ceremonia. Aún lo puedo ver con su librea y una cocarda en su galera. Me conocía desde pequeñita; cuando llegamos a la estación descendió, me tomó la mano y me dijo: "Señorita Alice, el hombre no me gusta, pero no quisiera decírselo; si no la tratara bien, regrese inmediatamente. Envíeme sólo algunas líneas y la esperaré en la estación". Luego se marchó sin más palabras. El jefe de la pequeña estación escocesa nos había reservado un coche hasta Carlisle. Después de acompañarme hasta el mismo, me miró a los ojos y dijo: "No es lo que yo hubiera elegido para usted señorita Alice, espero que sea feliz". Nada de esto causó en mí la menor impresión, y se me ocurre que dejé a un grupo de parientes, amigos y servidumbre, muy preocupados. Yo estaba completamente ajena a todo ello. Había hecho con sacrificio lo que creía correcto, recibiendo ahora la recompensa. El pasado quedaba atrás. Mi tarea con los soldados había terminado. Ante mí se extendía el futuro maravilloso con el hombre a quien creía adorar; íbamos hacia América, un país nuevo y asombroso.

Antes de llegar a Liverpool paramos en casa de la familia de mi esposo; nunca pasé un momento más penoso. Eran [i104]buenos, cariñosos y dignos, pero jamás había comido con gente de esa clase, ni dormido en una cama de ese tipo, sin servidumbre. Me horrorizaba, y ellos sentían lo mismo por mí, aunque estaban algo orgullosos porque Walter Evans había logrado tanto por sí mismo. Quisiera ser justa con Walter y confesar que años después cuando nos separamos, él había ingresado en una de las grandes universidades a fin de seguir un curso para graduados, y en ese entonces recibí una carta del rector de la universidad pidiéndome [e82]que volviera a su lado. Me imploraba (como persona anciana y experimentada) que fuera al lado de mi esposo, señalando que en su larga experiencia con miles de jóvenes, nunca había conocido a nadie tan bien dotado, espiritual, mental y físicamente, como Walter. Por lo tanto no era de extrañar que me hubiera enamorado y casado con él. Todos los indicios eran buenos, excepto su condición social y su falta de dinero, pero como íbamos a vivir a Norte América, eso no sería de importancia, pues dentro de poco se ordenaría en la Iglesia Episcopal. Podríamos arreglarnos con su salario y mi pequeña renta.

Fuimos directamente de Inglaterra a Cincinati, Ohio, y mi esposo estudiaba en el Seminario Teológico de Lane. Inmediatamente resolví tomar juntamente con él los distintos cursos, mientras que con el dinero que yo poseía nos mantuvimos los dos y pagamos todos los gastos.

Cuando entré a analizar los detalles de la vida matrimonial, descubrí que nada tenía en común con mi esposo, excepto nuestros puntos de vista religiosos. Él ignoraba toda mi raigambre y yo la de él. Ambos tratamos entonces de llevar nuestro matrimonio adelante, pero fracasamos. Creo que hubiera muerto de pena y desesperación, a no ser por la mujer de color que tenía a su cargo la casa de pensión, lindando con el Seminario, en cuyo piso alto teníamos nuestra habitación. Su nombre era señora Snyder, y se encariñó conmigo a primera vista. Me mimaba [i105]y cuidaba en toda forma. Me amonestaba y defendía; por alguna razón desconocida detestaba la sola presencia de Walter Evans y sentía placer en decírselo. Se preocupaba para que yo siempre tuviera lo mejor. Por mi parte la quería y era mi confidente.

Fue entonces cuando, por primera vez en mi vida, enfrenté el problema racial. No albergaba sentimientos racistas, excepto que no admitía el matrimonio entre negros y blancos, pues ninguna de las partes podía ser feliz. Quedé anonadada al descubrir que la Constitución Norteamericana postulaba la igualdad para todos los hombres, pero que, por el impuesto al voto y la poca educación, trataban cuidadosamente de que el negro no fuera igual. Las cosas están mejor en el norte que en el sur, aunque el problema del negro debe resolverlo el pueblo estadounidense. La Constitución ya lo ha resuelto. Recuerdo que en el Seminario Teológico de Lane se había invitado a un profesor negro, el doctor Franklin, para dar una conferencia al estudiantado. Al salir de la capilla nos encontrábamos algunos profesores, mi esposo y yo, comentando la brillante prédica del doctor Franklin, cuando acertó a pasar a nuestro lado. Uno de los profesores lo detuvo y le dio dinero para que pagara su almuerzo. Ni siquiera lo consideraban digno de almorzar con nosotros, pero sí podía hablarnos sobre [e83]los valores espirituales. Estaba tan horrorizada que, con mi habitual impetuosidad, corrí hacia un profesor y su esposa, a quienes conocía, y les relaté el episodio. Inmediatamente regresaron conmigo y lo llevaron a su hogar para almorzar juntos. La comprobación del sentimiento racista fue como el descubrir una puerta abierta hacia el gran hogar de la humanidad. Aquí había un gran sector de conciudadanos a quienes se les negaban los derechos que la Constitución les otorga. Desde entonces he pensado, leído y hablado mucho acerca de este [i106]problema de las minorías. Tengo muchos amigos negros, y creo poder asegurar que nos comprendemos perfectamente. He conocido negros tan cultos, prolijos y sensatos, en su modo de pensar, como muchos amigos blancos. He tratado el tema con ellos, descubriendo que sólo piden igual oportunidad, educación, trabajo y condiciones de vida. Ninguno ha reclamado igualdad social, aunque llegará el momento en que deberán tenerla y la tendrán. He descubierto que la actitud del negro culto y educado, hacia los miembros subdesarrollados de su raza, es razonable y sensata, y un eminente abogado de raza negra, cierta vez me dijo: "La mayoría de nosotros, especialmente en el sur, somos niños, necesitamos cariño y ser educados como niños".

Hace algunos años, en Londres, recibí la carta de un científico, el doctor Just, que me preguntaba si podía concederle una entrevista, pues deseaba hablar conmigo a raíz de haber leído algunos de mis escritos. Lo invité a almorzar en el club y al llegar comprobé que era negro, muy negro por cierto, resultando una persona encantadora y muy interesante; iba de regreso a Washington luego de haber dictado conferencias en la Universidad de Berlín, siendo uno de los más destacados biólogos del mundo. Mi actual esposo y yo lo invitamos varias noches en nuestra casa de Tunbridge Wells y ciertamente disfrutamos mucho con su visita. Una de mis hijas le preguntó si era casado. Recuerdo que cuando se dirigió a ella, le dijo: "Mi estimada señorita, nunca soñaría en pedir a una niña de su raza que se case conmigo y sufra el inevitable ostracismo, y no he encontrado entre las de mi raza ninguna que me pudiera dar el compañerismo intelectual que deseo. No, nunca me he casado". Ya ha fallecido, y por cierto lo he lamentado mucho. Tenía la esperanza de estrechar nuestra amistad con este excelente caballero.

Constantemente, durante mis treinta y seis años de residencia en este
[i107]país, me he sentido asombrada y aterrorizada por las actitudes de muchos norteamericanos hacia sus compatriotas de la minoría negra. El problema tiene que ser resuelto y dársele al negro el lugar que le corresponde en la vida nacional. No deben ni deberán ser disminuidos. Les toca a ellos demostrar su capacidad, y de nosotros depende el darles la oportunidad para hacerlo; que [e84]las detestables exteriorizaciones y el odio ponzoñoso de un hombre tal como el senador Bilbo, sean eliminados> pues hay un gran número de personas como él. Nuevamente repito: creo que el problema racial no puede ser resuelto hoy por el matrimonio entre razas (no hago profecías acerca del futuro). Debe ser resuelto por una justicia temeraria, el reconocimiento de que todos los hombres son hermanos, y que si el negro constituye un problema la culpa es nuestra. Si no posee la apropiada educación ni ha sido adecuadamente entrenado en la técnica de la ciudadanía, reitero, nuestra es la culpa. Ha llegado el momento en que los hombres prominentes de la raza blanca, los congresistas de ambas cámaras y los diversos partidos, cesen de vociferar por la democracia y las elecciones libres en los Balcanes o en otras partes, y apliquen los mismos principios a sus propios estados sureños. Perdonen esta diatriba, pues como podrán observar, tengo una fuerte convicción sobre el asunto.

Esta mujer de color, la señora Snyder, me cuidó y atendió maternalmente durante meses enteros, hasta que nació mi hija mayor. Hizo venir a su propio médico, que no era de color ni tampoco muy bueno, de modo que no tuve la asistencia idónea que debí tener. No fue culpa de ella, pues hizo todo lo que pudo para pasar el trance. No tuve suerte con los nacimientos de mis tres criaturas, sólo una vez conté con los cuidados de una enfermera profesional. De todas maneras, durante el nacimiento de mi primera hija, carecí de un experto cuidado. Walter Evans en todos los casos se ponía histérico, y demandaba casi toda la atención del médico, pero la señora Snyder tenía la fortaleza de una torre y jamás la olvidaré. Luego el médico envió una enfermera, pero era tan incompetente que sufrí mucho en sus [i108]manos, pasando tres meses de gran malestar y angustia.

Después nos mudamos del seminario a otra vivienda. Tomamos un pequeño departamento donde, por primera vez, quedé sola con una criatura y toda la tarea hogareña. Hasta entonces nunca había lavado un pañuelo ni cocinado un huevo o hecho una taza de té, siendo una mujer joven, totalmente inexperta. Fue tan dura mi experiencia en aprender a hacer las cosas, que me he preocupado porque mis hijas conozcan todo lo referente al cuidado del hogar. Son muy competentes. Estoy segura de que no fue un período fácil para Walter Evans y comencé a darme cuenta -viviendo sola con él y cuando nadie nos podía escuchar- que él iba adquiriendo un carácter violento.

Mi derrota la constituía el lavado semanal. Acostumbraba ir al sótano provista de las usuales bateas para el lavado, y había traído conmigo el hermoso ajuar de mi infancia, metros de fuerte franela y prendas con aplicaciones de encaje legítimo, de un valor [e85]casi incalculable, una docena de cada una, y lo que hice con ellas fue lamentable y doloroso. Cuando terminé de lavarlas tenían un aspecto de lo más peculiar. Cierta mañana oí golpes en la puerta y, al abrir, me encontré con una señora que vivía en el departamento de abajo. Mirándome preocupada, dijo: "Vea señora Evans, hoy es lunes y día de lavado, no puedo permitir su forma de hacerlo. Soy una sirvienta inglesa y tengo suficiente inteligencia para darme cuenta que usted es una dama inglesa; hay cosas que yo conozco y usted no, y los lunes por la mañana bajaré con usted y le enseñaré a lavar, hasta que lo crea necesario. Lo dijo como si lo hubiera aprendido de memoria, y cumplió su palabra. Actualmente nada ignoro sobre el lavado de la ropa, lo debo todo a la señora de Schubert. He aquí otro ejemplo de alguien por quien [i109]nada había hecho yo, pero que siendo un ser humano recto y bondadoso, me dio así otra vislumbre de la casa de la humanidad. Nos hicimos muy amigas y me defendía cuando Walter Evans estaba furioso. Repetidas veces hallé refugio en su pequeño departamento. A veces me pregunto si ella y la señora Snyder todavía vivirán. Creo que no, pues tendrían una edad muy avanzada.

Cuando Dorothy tenía seis meses volví a Gran Bretaña para visitar a mi familia, dejando que mi esposo finalizara sus estudios teológicos y se ordenara. Esta fue la última visita que hice a Inglaterra en veinte años, y no tengo un recuerdo particularmente feliz de ello. No podía interiorizar a mi familia de mi infelicidad, ni que había cometido un error. Mi orgullo no me lo permitía, pero sin duda lo presintieron, aunque no me formularan preguntas. Mi hermana se casó mientras estuve allí, con mi primo Laurence Parsons. Tuvimos la acostumbrada reunión familiar en casa de un tío. Permanecí unos meses más en Inglaterra y luego regresé a los Estados Unidos. Entretanto mi esposo se había graduado en el seminario, ordenándose y obteniendo un cargo junto al obispo de San Joaquín, en California. Fue maravilloso para mí, pues el obispo y su esposa fueron verdaderos amigos y aún recibo noticias de la señora. Mi hija menor lleva su nombre, y siendo una de las personas a quien más quiero, me referiré a ella más adelante.

Regresé a los Estados Unidos en un pequeño barco que amarró en Boston. Fue el viaje más espantoso que tuve. El barco era sucio, pequeño, tenía cuatro personas en cada camarote, servían las comidas en largas mesas y los hombres no se quitaban el sombrero para comer. Lo recuerdo como una pesadilla. Todas las cosas malas llegan a su fin y amarramos en Boston bajo una copiosa lluvia; estaba desesperada; con dolor de cabeza; me habían robado mi "nècessaire" con sus engarces de plata, perteneciente a mi madre. Dorothy, que tenía alrededor de un año, era muy pesada para [e86]llevarla en brazos. Tenía pasaje de turista expedido por la Agencia de Turismo Cook; [i110]su agente, que estaba a bordo, me condujo a la estación del ferrocarril donde tenía que esperar hasta medianoche, y luego de explicarme lo que debía hacer, me sirvió una taza de fuerte café y se alejó. Cansada, me senté durante todo el día, en un banco de la estación, tratando de tranquilizar a una criatura inquieta. Se acercaba el momento de la llegada del tren, y me preguntaba cómo me las arreglaría; de repente veo a mi lado al representante de la agencia de turismo, sin uniforme, que me dice: "Usted me tuvo preocupado por la mañana y durante todo el día, y decidí yo mismo ubicarla en el tren". Luego tomó a la niña en brazos, llamó a un mozo y me ubicó, lo mejor posible, en el tren para California. Los vagones dormitorios de esa época no eran tan confortables como los de hoy. Aquí también alguien fue bondadoso conmigo, sin haber hecho nada por él. No crean que insinúo que había en mí algo agradable y fascinante, para que las personas espontáneamente me ayudaran. Tengo la vaga idea de que no era en absoluto encantadora, sino más bien petulante y arrogante, parca hasta la estupidez, y terriblemente británica. No, no era eso, sino que los seres humanos' comunes son internamente bondadosos y les gusta ayudar. No olviden que el propósito de este libro consiste en comprobarlo. No estoy inventando ejemplos, sino relatando acontecimientos reales.

Mi esposo fue, primero, rector de una pequeña iglesia en R..., aprendiendo allí los deberes inherentes a la esposa de un clérigo y las continuas exigencias. Fui presentada al sector estrictamente femenino de la congregación. Tuve que hacerme cargo de la Misión de Damas, efectuar reuniones de madres, frecuentar la iglesia, e incesante e ininterrumpidamente, escuchar los sermones de Walter. Como en esos distritos misioneros todas las familias de ministros debíamos alimentarnos mayormente de pollo, aprendí [i111]por qué es considerada un ave sagrada, pues abundan mucho en el ministerio.

Este período señaló otra etapa en la expansión de mi conciencia. Nunca en mi vida me encontré con una comunidad como la de ese pequeño pueblo. Tenía alrededor de mil quinientos habitantes, pero había once iglesias, cada una con ínfima cantidad de feligreses. Entre los hacendados que vivían en las afueras había hombres y mujeres cultos que habían leído y viajado mucho, y a veces me reunía con ellos. Pero la mayor parte de la población estaba constituida por pequeños comerciantes, personas vinculadas al ferrocarril, plomeros, gente que trabajaba en los viñedos y en la cosecha de fruta y algunos maestros de escuela. La rectoría, pequeña casa de seis habitaciones, estaba ubicada entre dos grandes casas; en una se albergaban doce niños con sus padres, por lo cual yo vivía constantemente entre la algarabía de voces infantiles. El pequeño típico pueblo, con los frentes de los negocios simulados, delante de los cuales había palenques para atar caballos y carruajes (pues eran aún muy escasos los automóviles), tenía también su oficina de correo, de donde salían todas las murmuraciones y cuentos. El clima era espléndido, a pesar de tener un verano seco y caluroso. No obstante me encontraba completamente aislada, tanto cultural como mental y espiritualmente. No había nadie con quien pudiera entablar conversación. Parecía que ninguno hubiera visto ni leído nada y el único tema de conversación versaba sobre cosechas, niños, alimentos y chismes lugareños. Durante muchos meses anduve con la nariz fruncida, llegando a la conclusión de que nadie era suficientemente bueno como para tenerlo de amigo. Lógicamente, cumplía con mis deberes de esposa del ministro, y estoy segura de que era amable y servicial, pero siempre tenía la impresión de que existía una barrera. No quería saber nada con los feligreses, y esto no lo ocultaba. Inicié una clase acerca de temas bíblicos y tuve gran éxito. Numéricamente los asistentes sobrepasaban a la congregación dominical de mi esposo, lo que quizás haya contribuido a aumentar las dificultades,
[i112]empeoradas cada vez. Asistían los miembros de las distintas iglesias, excepto la católica, y constituía uno de los puntos luminosos de la semana, creo que en parte se debía a que ello me ligaba al pasado.

El carácter de mi esposo excedía todos los límites y yo vivía constantemente atemorizada de que los miembros de la congregación se dieran cuenta y perdiera su puesto. Como clérigo, lo querían mucho e impresionaba muy bien con la estola y la sobrepelliz. Era un orador excelente. Honestamente no creo que yo fuera culpable de su mal carácter. El aforismo: "¿qué quiere Jesús que haga?", aún regía mi vida. No siendo una persona iracunda o violenta, creo que mi silencio y paciencia ilimitada agravaban la situación. Sin embargo, nada de lo que yo hiciera lo complacía, y después de destruir todas las fotografías y libros que consideraba de algún valor para mí, había tomado la costumbre de golpearme, aunque nunca llegó a tocar a Dorothy. Siempre fue condescendiente con los niños.

Mi hija Mildred nació en agosto de 1912 y fue entonces cuando realmente desperté. Descubrí el asombroso hecho de que el mal no residía en las personas del lugar, sino en mí. Había estado tan preocupada por los problemas de Alice La Trobe-Bateman que, al parecer, mi matrimonio desafortunado se debió a que me olvidé de Alice Evans, un ser humano. Cuando Mildred nació, enfermé gravemente, entonces descubrí a la gente de ese pueblito. El nacimiento de Mildred se había retrasado en diez días; el calor era
[e88]insoportable; los doce niños que vivían al lado armaban un terrible bullicio; hacía varios días que yo estaba enferma, y se derrumbó el pozo séptico. Me imaginaba a Dorothy, que tenía mas o menos dos años y medio, corriendo de un lado a otro y cayéndose en el pozo. Walter no me ayudaba. Simplemente desaparecía para cumplir con los deberes parroquiales. Como enfermera tenía a una jovencita judía cuyos temores aumentaban respecto a mí, y continuamente llamaba por teléfono [i113]al médico, que demoraba su venida. Repentinamente se abre la puerta de mi habitación y sin llamar entra la esposa del cantinero. Me echa una sola mirada, toma el teléfono, llama casa por casa hasta dar con el médico, y le ordena venir inmediatamente. Toma a Dorothy, la acomoda debajo de su brazo y con una señal afirmativa me asegura que con ella estaría muy bien, y desapareció. Por tres días no vi a Dorothy ni me preocupaba, pues me sentía muy enferma. Mildred nació con la ayuda de fórceps, y esto me provocó dos hemorragias muy serias, recuperándome gracias al buen cuidado de las enfermeras. Por el pueblo corrió la voz acerca de mi precaria situación y empezaron a llegar muchas cosas; vino tanta gente bondadosa a hacer los quehaceres, que les debo eterno agradecimiento. Traían crema, tortas, oporto y fruta fresca. Las mujeres llegaban por la mañana, se dedicaban a lavar la ropa, a sacudir el polvo, barrer, acompañándome mientras cosían y remendaban. Relevaban a la enfermera. Invitaban a mi marido a sus hogares, a fin de que no molestara, por lo cual súbitamente desperté a la realidad de que el mundo estaba lleno de gente amorosa y de que había estado ciega toda mi vida. Así me adentré más en la casa de la humanidad.

Entonces comenzó la verdadera dificultad. La gente no tardó en darse cuenta del verdadero carácter de Walter Evans. Sin tener la ayuda de una enfermera ni de otra persona, me levanté al noveno día después del nacimiento de Mildred. La esposa del sacristán, horrorizada, me encontró ese día lavando, sabiendo que yo casi podía haber muerto diez días antes, y fue a buscar a Walter Evans y le dio una buena reprimenda. De nada valió, pero ella entró en sospecha y se dedicó a vigilarme cuidadosamente y a estrechar aún más nuestra amistad. El mal carácter de Evans adquirió serias proporciones, siendo lo más curioso que (fuera de su salvaje e ingobernable temperamento) no tenía vicios de ninguna especie. Jamás bebía, nunca blasfemaba ni jugaba.
[i114]Fui la única mujer que le interesó y besó, y creo firmemente que se mantuvo así hasta su muerte, hace unos pocos años. A pesar de ello no podíamos convivir y llegó a ser eventualmente peligrosa la convivencia con él. Un día la señora del sacristán me encontró con la cara seriamente magullada. Me sentía indispuesta y muy cansada, y ante su bondad y atención le confesé que mi marido me había arrojado medio kilo de queso, haciendo impacto en mi cara. Ella regresó a [e89]su hogar y poco después vino el Obispo. Quisiera, por medio de estas páginas, expresar la bondad, solicitud y comprensión del Obispo Sanford. Lo conocí por primera vez cuando recibí la confirmación. Me hallaba en la cocina lavando los platos, después de haber servido la cena, cuando oí que alguien los secaba; creí que era una de las feligresas, pero asombrada, vi al Obispo realizando ese acto, característico en él. Se entablaron muchas discusiones y conversaciones, resolviéndome eventualmente dar a Walter otra oportunidad para enmendarse. Inmediatamente nos mudamos a otra parroquia, lo cual me agradó mucho, pues la rectoría era bastante mejor. Había mayor número de habitantes en la comunidad y nos hallábamos más cerca de Ellison Sanford, persona muy agradable y la mejor amiga que he tenido.

Mi salud en general fue mejorando y, a pesar de las constantes explosiones de ira, la vida iba adquiriendo más color. Vivíamos cerca de la ciudad donde residían el Obispo y su señora y, por supuesto, los veía muy a menudo. En esa parroquia muchos hablábamos el mismo idioma, pero en otros aspectos los días eran difíciles y hacia fin del otoño nuevamente volví a enfermarme. En enero esperaba el nacimiento de mi hija más pequeña, Ellison, cuando mi esposo, en uno de sus ataques de ira, me arrojó escaleras abajo, lo cual tuvo consecuencias para la criatura. Después de nacer, su estado era muy delicado, siendo
[i115]calificada como "niño azul" como se dice familiarmente, con una de las válvulas cardíacas deficiente, y durante años nadie creyó que podría criarla. Pero lo hice y hoy es casi la más fuerte de la familia.

Las cosas iban de mal en peor. Todo el mundo estaba enterado de lo que sucedía en la rectoría, y cada uno hacía lo posible por ayudar. Una gentil jovencita se ofreció para vivir con nosotros como huésped pago, a fin de tener alguien conmigo en la casa. Con el tiempo llegó a asustarse, pero no me abandonó. Constantemente, día tras día, era arado el campo colindante con la rectoría. Una vez, por curiosidad, pregunté al que estaba arando por qué lo hacía con tanta frecuencia, me respondió que por decisión de un grupo de hombres, alguien debía estar cerca de mí, por eso se turnaban en la tarea de arar el campo. Las encargadas de la central telefónica se dieron cuenta de la situación y habitualmente me llamaban a intervalos, para interesarse por mi salud. El médico que me asistió al nacer Ellison, se preocupaba mucho, y me hizo prometerle esconder todas las noches debajo de mi colchón el cuchillo de cortar carne y el hacha. La idea de que Walter no estaba en sus cabales se difundía. Recuerdo despertar una noche y oír salir a alguien precipitadamente de mi habitación y bajar las escaleras. Era el médico que había venido a cerciorarse de que me hallaba bien. Nuevamente podrán ver cómo la bondad me rodeaba
[e90]por todas partes. Sin embargo, me sentía humillada y herida en mi orgullo.

Cierta mañana me llamó una amiga pidiéndome que le llevara las niñas, pero que ella pasaría a buscarme. Fui y pasamos momentos muy agradables. Sin embargo, al regresar me enteré que a Evans lo habían llevado a San Francisco y un clínico y un psiquiatra lo tenían en observación a fin de descubrir si estaba mentalmente desequilibrado. Afortunadamente para mí, el médico
[i116]llegó a la conclusión que no era lunático, sino malo, y lo único grave de que padecía era su temperamento, fuera de todo control. En el ínterin, Ellison enfermó gravemente de "cólera infantum", sin esperanza de recuperarse. Recuerdo perfectamente un sofocante día estival, durante ese terrible período, en que Ellison estaba muy grave, acostada sobre una manta en el piso y mis otra hijas jugando en el patio de una vecina. Llegó el médico trayendo una criatura en brazos, seguido por una mujer alta y agraciada, en tal estado, como para internarse en un hospital. Me dijo que traía la criatura para dejarla a mi cuidado y le hiciera el favor de acostar a la madre y también la atendiera. Así lo hice, y durante 'tres días cuidé a dos criaturas y a una mujer -demasiado enferma, indispuesta y deprimida como para cuidar de su vástago. Hice todo lo que estuvo a mi alcance, pero la criatura expiró en mis brazos. Nada pudo salvarla, habiendo tenido hábiles cuidados del médico y siendo yo muy buena enfermera. El médico era muy versado; sabía que yo tenía bastante con mi situación hogareña, pero necesitaba aprender que no era la única que sufría, otras personas sufrían tan severamente como yo, y siendo mi energía mayor de lo que creía, bien podía emplearla. Siempre me ha asombrado la sabiduría y el profundo conocimiento psicológico de los médicos lugareños. Conocen la gente; viven vidas sacrificadas; son competentes, debido a su vasta experiencia; en las emergencias se desenvuelven con rapidez y eficiencia, pues no dependen de nadie sino de ellos mismos. Personalmente he contraído una gran deuda con los médicos -en ciudades y pueblos-, los cuales han sido también mis amigos.

Después me aconsejaron llevar a Ellison al Hospital de Niños, en San Francisco, para ver si algo podía hacerse. Ellison Sanford se hizo cargo de mis dos niñas, a pesar de que ella tenía cuatro, y partí hacia el norte
[i117]con mi hijita. Los médicos del hospital me dijeron que no podría vivir, que debía dejarla y regresar a mi hogar para cuidar de mis otras hijas. No me extenderé sobre las vicisitudes de ese episodio. Quienes tienen hijos lo comprenderán. Nunca creí volver a verla, pero milagrosamente se recuperó; la trajo su padre, que también había sido dado de baja, con un [e91]certificado de buena salud. Como verán, nada de esto es alegre. Tampoco me alegra contarlo.

Enfrentamos un año muy peculiar y difícil. Al obispo le resultaba imposible dar un cargo a Walter Evans. Casi estaba agotado el dinero que poseíamos y disminuía considerablemente mi pequeña renta, a causa de la guerra. Cuando Walter volvió a San Francisco, quedé con mis tres hijas y un montón de cuentas a pagar. Él nunca tuvo sentido del valor del dinero; el que yo le daba o el que constituía parte de su estipendio, para pagar las cuentas, lo invertía en lujos innecesarios. Salía de casa para pagar la cuenta mensual del almacén y volvía con un fonógrafo.

Mientras viva, no olvidaré la extraordinaria bondad del dueño del almacén, en el pequeño pueblo donde vivíamos; Walter Evans ocupó su último cargo en la diócesis de San Joaquín. Le debíamos más de doscientos dólares, lo cual yo ignoraba. Lógicamente por el pueblo corría la voz acerca de lo sucedido. A la mañana siguiente, después que mi esposo había sido enviado a San Francisco, el dueño del almacén me llamó por teléfono. Era judío, de apariencia muy ordinaria. Nunca había hecho nada por él, excepto demostrarle cortesía y, siendo muy británica, le demostré que no albergaba sentimientos antijudíos, porque jamás hubo en Gran
[i118]Bretaña actitudes antisemitas, especialmente durante mi juventud. Algunos de nuestros más grandes hombres han sido judíos, como Lord Reading, Virrey de la India, y otros. El almacenero solicitaba mis pedidos por teléfono. Al preguntarle cuánto le debíamos respondió: "más de doscientos dólares", pero me dijo que no me preocupara, pues sabía que lo pagaríamos aunque tardáramos cinco años. Luego agregó, "si no hace el pedido le enviaré igualmente lo que creo necesario, y eso no le agradará ¿verdad?". Hice el pedido. Cuando esa mañana llegaron las provisiones a la rectoría, encontré un sobre conteniendo diez dólares en calidad de "dinero al margen" por si no tenía dinero a mano, que fueron agregados a la cuenta, pues comprendía que yo no aceptaría caridad. También me pidió la llave de la caja para la recepción de la correspondencia; así él se encargaría de las cartas que llegaran. Me sentí y aún me siento profundamente endeudada con él. Tardé más de dos años para liquidar la cuenta, pero la pagué. Cada vez que le enviaba cinco 'dólares yo recibía una carta de agradecimiento, como si le hubiera hecho un favor.

Descontando el hecho de que había sido educada en Inglaterra, donde no ha prevalecido el sentimiento antijudío y se comprende mejor que en los Estados Unidos el problema de los negros, he contraído profundas deudas con estas dos sufrientes minorías. El problema de los negros me ha parecido más sencillo que el de los judíos y de más fácil solución.

[e92]El problema de los judíos lo he considerado casi insoluble. No le veo salida, excepto mediante el lento proceso evolutivo y una campaña planificada de educación. No albergo sentimientos antijudíos; algunos de mis más preciados amigos lo saben, como el doctor Roberto Assagioli, Regina Keller y Víctor Fox, a quienes amo entrañablemente. Pocas personas en el mundo están tan cerca mío, y recurro a ellos cuando necesito consejos y comprensión, [i119]y nunca me fallaron. Oficialmente figuro en la "lista negra" de Hitler, debido a mi defensa de los judíos, en mis conferencias por toda Europa. No obstante, a pesar de conocer muy bien sus maravillosas cualidades, su contribución a la cultura y enseñanza occidentales, su acerbo y admirables dones en las artes creadoras, aún no alcanzo a ver la inmediata solución de su crucial y terrible problema.

Ambas partes son culpables. No me refiero a la culpabilidad, o más bien a la maldad criminal de los alemanes o de los polacos hacia sus conciudadanos judíos. Me refiero a todas esas personas que están a favor y no en contra del judío. Nosotros los cristianos aún no sabemos qué debemos hacer para liberar a los judíos de la persecución -persecución que data de muchos, muchos siglos. Los egipcios en las primeras épocas de la historia bíblica los persiguieron, y ésa ha sido su crónica en el trascurso de los años. Vacilo ante la idea de exponer mis conclusiones, pero lo haré con la esperanza de que sirvan de ayuda.

Sin embargo, sólo podré explayarme brevemente sobre uno o dos puntos, anticipándoles que, lógicamente, lo haré en forma inadecuada.

Debe existir alguna causa básica para esta constante e incesante persecución, y alguna razón por la cual no se los quiere. ¿Cuál puede ser? Probablemente la causa fundamental esté profundamente arraigada en ciertas características raciales. La gente se queja (y frecuentemente tiene razón) de que los judíos desmerecen el ambiente de cualquier distrito donde residen. Cuelgan la ropa de cama y de vestir fuera de las ventanas. Viven en la calle, se sientan en grupos en las aceras. Durante siglos los judíos moraron en carpas, obligados a vivir de esa manera, y quizás aún reaccionan a esas cualidades hereditarias. Otra queja es que si se permite a un judío entrar en un grupo u organización comercial, no pasa mucho tiempo sin que sus hermanos, primos y tíos
[i120]entren también. Los judíos han tenido que unirse debido a los siglos de persecución pasados. Se dice que el judío es netamente materialista y que, para él, el poderoso dólar tiene más importancia que los valores éticos, siendo rápido y ducho en aprovecharse de los cristianos. La religión judía no hace hincapié sobre la inmortalidad o la vida después de la muerte, y ello es verdad, pues he [e93]discutido este problema con estudiantes judíos de teología. Entonces ¿por qué no hemos de obtener lo mejor de la vida en el orden material? Comamos y bebamos y acumulemos bienes mundanos, pues mañana moriremos. Todo esto es muy comprensible pero no hace a las buenas relaciones.

He estudiado, reflexionado e interrogado, y ciertas cosas se han esclarecido en mi mente, constituyendo para mí parte de la respuesta. Los judíos se han aferrado a una religión básicamente caduca. 1-lace unos días me pregunté qué parte del Antiguo Testamento valdría la pena conservar. En su mayor parte es terrible y cruel, y únicamente se salva de los reglamentos de la Oficina de Correos, porque tal literatura está contenida en la Biblia. Llegué a la conclusión de que debían conservarse los mandamientos y también uno o dos relatos de la Biblia, como el amor de David y Jonathan, los Salmos 23 y 91 y otros más, y cuatro capítulos del Libro de Isaías. El resto no tiene valor o es indeseable; el remanente nutre el orgullo y el nacionalismo de los pueblos. Lo que separa a los judíos ortodoxos de los cristianos son sus prohibiciones religiosas, pues es mayormente una religión regida por el precepto de "No cometerás.. . ","No harás.. .", etc. El aspecto condicionante del pensamiento cristiano, respecto al judío joven y ortodoxo, es su materialismo, del cual Shylock es el símbolo.

Al escribir esto me doy cuenta de que mis palabras son inadecuadas y no del todo justas; sin embargo,
[i121]desde el ángulo de una amplia generalización, son veraces, aunque desde el punto de vista del judío individual, en la mayoría de los casos, son totalmente injustas. Existen muchas cosas similares entre judíos y germanos. El alemán se considera a sí mismo como miembro de la "super raza", mientras que el judío ortodoxo se considera como "pueblo elegido". El alemán pone el énfasis sobre la "pureza racial" y los judíos también lo han hecho en el trascurso de las épocas. Parecería que los judíos no son asimilables. Los he conocido en Asia, en la India, en Europa y aquí también, y a pesar de su ciudadanía siguen siendo judíos, estando separados de la nación donde residen. No he visto que esto suceda en Gran Bretaña ni en Holanda.

Los cristianos frecuentemente han tratado en forma abominable a los judíos, y muchos de nosotros nos condolemos y trabajamos arduamente para ayudarlos. En la actualidad, uno de los obstáculos proviene de los judíos mismos. Personalmente nunca he conocido a un judío que admitiera la posibilidad de que la culpa o la provocación surgiera de su parte. Adoptan siempre la posición de que son ellos los perseguidos, y que todo el problema se solucionaría si los cristianos emprendieran la debida acción.
[e94]Miles de nosotros estamos tratando de emprenderla, pero no obtenemos la más mínima cooperación de su parte.

Perdonen esta disgresión, pero el recuerdo de mi gran amigo Jacobo Weinberg me hizo encarar un tema que me produce aguda preocupación. Por lo tanto, Walter y yo enfrentamos el problema de lo que debíamos hacer. Comprendí que su destino estaba en mis manos. Si podía inducirlo a comportarse bien y darme un trato más decente, con el tiempo el Obispo trataría de asignarle algún cargo en otra diócesis, donde su pasado no constituiría un obstáculo, aunque dicho obispo lógicamente debía conocer los detalles. Recuerdo perfectamente la noche que llana y malamente presenté a Walter la situación, después de haber sostenido una prolongada conversación con el Obispo. Le hice ver que su destino
[i122]se hallaba realmente en mis manos y sería inteligente que dejara de golpearme. Además, que podía obtener el divorcio en cualquier momento, por la fuerza del testimonio del médico que me atendió, después que nació Ellison, y pudo observar las magulladuras en todo mi cuerpo. Desde el punto de vista de la Iglesia Episcopal la amenaza era poderosa. Terminaría su carrera de sacerdote. Siendo un hombre orgulloso (e internamente le aterrorizaba la publicidad), desde ese día jamás volvió a ponerme la mano encima. Malhumorado no me dirigía la palabra durante días enteros, dejando a mi cargo todo el trabajo, sin darme lugar para temerle.

Conseguimos una casita de tres habitaciones en las profundidades de un agreste paraje cerca de Pacific Grove. Comencé a criar gallinas y obtenía algún dinero vendiendo huevos. Descubrí que si las gallinas no se crían en amplia escala (lo cual involucra capital), las ganancias son magras. Las gallinas son estúpidas, con cara de idiotas y hábitos necios; carecen totalmente de inteligencia; la única parte emocionante en la cría de aves es la búsqueda de huevos, y es una tarea sucia. Pero me las arreglé para alimentar a la familia, consistiendo en ocho dólares mensuales la renta de la casita, y ni eso valía.

En esa época mi vida era sumamente monótona -cuidar tres hijas un esposo malhumorado y varios centenares de estúpidas gallinas. No tenía baño ni instalaciones sanitarias internas. Constituía todo un problema mantener limpias a las niñas y la casa. Prácticamente no poseíamos dinero, parte de la cuenta del almacenero se pagó con huevos, lo cual éste aceptaba por ser amigo mío. Acostumbraba yo a internarme en el monte de los alrededores, empujando una carretilla con mis hijas detrás, y recogíamos leña para el fuego. Sin embargo, puedo asegurar que no era una época agradable. Repito que tampoco me alegra relatarlo. Era algo parecido a una nueva reencarnación,
[i123]y el contraste entre esa vida aburrida de madre y cuidadora del hogar, criadora de aves, [e95]jardinera, y la vida acaudalada de mi niñez y la plenitud de mi vida como evangelista, terminó por abrumarme totalmente.

Me forjé la idea de ser una nulidad y que en alguna parte habría desviado el camino, de lo contrario no estaría en esta situación. El antiguo complejo cristiano de que era una "miserable pecadora" llegó a agobiarme. Mi conciencia, morbosamente acondicionada por la teología fundamentalista, continuamente me decía que estaba pagando el precio de mis interrogantes dubitativos, y que de haberme aferrado a la fe y seguridad de mi niñez no me hallaría ahora en tal predicamento. La Iglesia me había fallado debido a que Walter era eclesiástico, y los otros que conocí de su misma profesión, todos mediocres, excepto el Obispo, un santo, pero argumentaba que igual lo hubiera sido aún siendo instalador de cañerías o un corredor de bolsa. Poseía yo bastante conocimiento de teología como para haber perdido mi fe en las interpretaciones teológicas, y me embargaba el sentimiento de que nada me restaba, excepto una vaga creencia en Cristo, el cual parecía hallarse muy distante. Me sentí abandonada por Dios y los hombres.

Quiero exponer que mi mente no alberga ninguna duda de que la Iglesia está perdiendo la jugada, a no ser que cambie su técnica. No alcanzo a comprender por qué los eclesiásticos no van a la par de la época. El desarrollo evolutivo en todos los sectores es una expresión de la divinidad, y la condición estática de la interpretación teológica es contraria a la gran ley del universo, la evolución. Después de todo, la teología es sólo la interpretación y comprensión del hombre respecto a su creencia en Dios. Pero es el cerebro humano perecedero el que piensa y ha pensado durante el trascurso de las edades. Por eso otros cerebros humanos y perecederos aparecen y dan otras interpretaciones más profundas, significativas o amplias, fundando así una teología más progresista. ¿Quién osaría negar que
[i124]ellos tienen tanta razón como los eclesiásticos del pasado? A no ser que las Iglesias amplíen su visión, eliminen las disputas acerca de detalles sin importancia, y prediquen el Cristo resucitado, viviente y amoroso, en vez de un Cristo muerto, sufriente, sacrificado por un Dios iracundo, perderán la fidelidad de las generaciones venideras, y esto con razón. Cristo vive triunfante y siempre presente. Por su vida somos salvos. La muerte que Él padeció también podemos padecerla -según la Biblia, triunfalmente. Las Iglesias deberán comenzar por sus seminarios teológicos. He recibido entrenamiento teológico y sé de lo que hablo. Ya no ingresarán en ellos hombres jóvenes e inteligentes, si se los enfrenta con interpretaciones caducas respecto a las verdades vivientes que reconocen como tales. No les interesa el nacimiento virginal, sino la realidad de Cristo. Saben demasiado como para aceptar la inspiración verbal de las [e96]Escrituras, pero están dispuestos a creer en la palabra de Dios. Hoy, la vida está tan colmada de actividades, héroes, belleza, tragedias, hecatombes, realidades y gloriosas oportunidades, que la actual generación no tiene tiempo para ocuparse de las puerilidades de la teología. Afortunadamente existen, dentro de la Iglesia, unos pocos hombres de visión, que oportunamente cambiarán la actitud reaccionaria, pero esto llevará tiempo. Mientras tanto, los cultos y los "ismos" sofocarán a los pueblos, lo cual no tendría lugar si la Iglesia despertara y proporcionara, a una humanidad investigadora y apremiante, lo que necesita -nada de soporíferos, arbitrariedades ni dulces trivialidades, sino el Cristo viviente.

Si mal no recuerdo, después de seis meses de llevar esa vida, volví a ver al Obispo y le dije que Walter se comportaba bien. Entonces, bondadosamente se dedicó a buscar algún lugar donde pudiera nuevamente asumir su trabajo eclesiástico. Finalmente obtuvo una pequeña feligresía en un pueblo minero de Montana, con la salvedad de que parte de su estipendio debía enviármelo mensualmente. Mientras tanto, fui a vivir
[i125]en una casita de tres habitaciones en un distrito más poblado de Pacific Grove. Esto ocurría en 1915, siendo la última vez que vi a Walter Evans. Nunca más envió parte de su estipendio y sus cartas eran cada vez más ofensivas, plenas de amenazas e insinuaciones. Nada podía hacer yo y comprendí que debía encarar la vida sola y hacer todo lo posible por mis tres pequeñas hijas.

La guerra en Europa estaba en pleno apogeo, e involucraba a cada uno de mis allegados. Esporádicamente recibía mi pequeña renta, pagaba altos impuestos y no llegaba la orden bancaria por haberse hundido el barco que traía la correspondencia. Me encontraba en una situación muy difícil; no tenía en el país pariente alguno a quien recurrir y (con excepción del Obispo y su señora) tampoco tenía amigos con quienes me hubiera complacido hablar. Sin embargo estaba circundada por buenos y bondadosos amigos, pero ninguno de ellos se encontraban en posición de ayudarme y, mirando atrás, dudo si les comuniqué cuán seria era mi situación. El Obispo quería escribir a mi familia comunicándole lo que ocurría, pero no se lo permití. Siempre creí fervientemente en el refrán que dice "de acuerdo a como hacemos nuestro lecho, así dormiremos". No me ha gustado lloriquear ni quejarme a los amigos. Sabía que "Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo", pero en esa época admití también que Dios me había fracasado y que no podía lloriquearLe.

Busqué por todas partes algo que hacer para ganar dinero, sólo descubrí ser una persona totalmente inútil. Podía hacer preciosos encajes, pero nadie los quería ni necesitaba, y tampoco había en Norteamérica material para hacerlos. No tenía aptitudes
[e96]especiales ni sabía escribir a máquina; tampoco podía dar lecciones no sabía en qué ocuparme. En ese distrito sólo existía la industria de la sardina, y antes de permitir que mis hijas [i126]pasaran hambre, me ofrecí como obrera en esa industria.

Recuerdo el momento de crisis en que tomé esa resolución. Fue una gran crisis espiritual. Como señalé anteriormente, había llegado a Norteamérica con muchas dudas en mi mente, respecto a las verdades espirituales en las que podían tenerse fe. El estudio teológico que inicié al llegar aquí de nada me sirvió. Cualquier curso teológico quebranta la fe del hombre si no es suficientemente inteligente para hacer preguntas y si no acepta ciegamente lo que los eclesiásticos dicen. Los comentarios consultados en la biblioteca teológica, me resultaron vacuos, mal escritos y triviales. No respondían a ninguna pregunta; se ocupaban de abstracciones; eludían las realidades, aunque afirmaban conocer exactamente lo que Dios significaba e intentaba, y trataban de resolver todos los problemas citando a San Agustín, Tomás de Aquino y los santos de la Edad Media. Los teólogos nunca enfrentan los problemas básicos, se apoyan en la trivial afirmación de que "Dios lo dijo". Quizás no lo dijera o tal vez la traducción fuera inexacta y la frase en consideración fue intercalada, de las que hay tantas en la Biblia. Entonces surgió la duda en mi mente: ¿por qué Dios habló únicamente a los judíos? No conocía en esa época otras Escrituras del mundo y, de haberlas conocido, yo no las hubiera aceptado como tales. Había partes del Antiguo Testamento que me escandalizaban y otras que me obligaban a preguntarme con frecuencia cómo se permitía su distribución por correo. En cualquier otro libro habrían sido calificadas de obscenas, pero en la Biblia estaban bien. Empecé a creer que mis interpretaciones no eran tan buenas como las de los demás. Recuerdo una vez, meditando sobre un versículo de la Biblia, donde dice: "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados", me pareció como que Dios llevase un sinnúmero de estadísticas. Consulté a un teólogo en el Seminario, y en
[i127]respuesta dijo que aquella afirmación bíblica demostraba que Dios no estaba limitado por el factor tiempo. A continuación descubrí que la Cruz no era un símbolo cristiano sino que antedataba al cristianismo, y eso fue el golpe definitivo.

Por lo tanto me encontraba totalmente desilusionada de la vida, de la religión, con sus afirmaciones ortodoxas, y de la gente, principalmente de mi marido, al que había idealizado. Anteriormente cientos y miles de personas me necesitaban, ahora nadie, excepto mis tres hijas. Sólo un puñado de ellas, muy ocupadas, se preocupaba de lo que podía sucederme, mientras que antes eran innumerables quienes lo hacían. Me parecía haber llegado a la etapa de total nulidad, desempeñando tareas hogareñas, llevando
[e98]la rutinaria vida pueblerina con cientos de mujeres sin posición social alguna, sin educación ni talento, que se las arreglaban mejor que yo. Estaba cansada de lavar pañales, rebanar pan y untar manteca. Supe lo que era la desesperación absoluta; mi único consuelo eran las niñas, tan pequeñas que su falta de comprensión lo contrarrestaba.

La culminación de esto llegó un día en que, encontrándome tan desesperada, dejando las niñas al cuidado de una vecina me interné sola en el bosque. Durante horas estuve tendida boca abajo, luchando con mi problema; me levanté y, apoyada en un enorme árbol, que seguramente podría hoy reconocer si el terreno no se ha parcelado, me dirigí a Dios, diciéndole que no podía soportar más esta desesperación y que aceptaba lo que fuese si sólo me liberaba para llevar una vida más útil. Le dije que había agotado los recursos de hacer todo "en nombre de Jesús" y hecho lo imposible para bien de Él; que había barrido y limpiado, cocinado, lavado y cuidado de las tres niñas según mi capacidad, y ¿qué?

Recuerdo nítidamente la profundidad de mi desesperación al no recibir respuesta, pues estaba muy segura que al llegar al
[i128]máximo obtendría respuesta, que percibiría alguna visión u oiría como otras veces, una voz que me diría lo que debía hacer. Pero no tuve la visión ni oí la voz, entonces volví apresuradamente a casa y preparé la cena. Sin embargo, había sido escuchada y no lo sabía; se estaba planificando mi liberación sin saberlo. Imperceptiblemente una puerta se abría y, aunque no lo comprendí, estaba frente al período más feliz y rico de mi vida. Años más tarde les dije a mis hijas que "nunca sabemos qué encontraremos en un recodo del camino

Al día siguiente fui a pedir trabajo a una de las grandes industrias de conservas de sardina. Lo obtuve, pues era la época de mayor trabajo y necesitaban obreras. Convine con una vecina en que ella se ocupara de las niñas, pagándole la mitad de mi jornal, cualquiera fuese. El trabajo era a destajo; sabía que era ágil, esperaba ganar buen dinero, y así fue. Salía de casa a las 7 de la mañana, volvía a las 4 de la tarde. Durante los tres primeros días el ruido, el olor, el ambiente, al cual no estaba acostumbrada, la larga caminata hasta la fábrica y el ir y venir, me afectaban tanto que al llegar a casa me desplomaba.

Pero me fui acostumbrando, pues la naturaleza es muy adaptable y considero ese período como la experiencia más interesante de mi vida. Estando entre la masa lugareña, no era nadie, y yo siempre había creído que era alguien. Desempeñaba un trabajo que cualquiera podía hacerlo, pues no era especializado. Primeramente estuve en la sección de etiquetas, pegándolas, en los grandes envases ovalados de las "Sardinas Del Monte", pero el dinero
[e99]que ganaba no era suficiente para compensar mi esfuerzo. En esa sección fueron todos bondadosos. Creo que se dieron cuenta de mis temores, porque cierta vez el obrero distribuidor de los envases [i129]en que se pegaban las etiquetas, dándome un golpecito en las costillas en forma grosera, me dijo: "He averiguado quien es usted. La hermana de mi mujer es de R... y me ha contado cosas de usted. Si necesita alguien que la defienda y la proteja de los insolentes, recuerde que aquí estoy". Nunca volvió a hablarme, pero observé que me vigilaba. Desde entonces nunca me faltaron envases para pegar etiquetas y siempre le he estado agradecida.

Alguien me aconsejó que me cambiara a la sección de envasado de sardinas, así lo hice. Eran obreros incultos, mujeres bastantes toscas, mejicanos y un tipo de hombre que nunca había conocido, ni aún en el trabajo social. Al iniciarme en esa sección trataron de hacerme la vida inaguantable, burlándose de mí. No pertenecía a su categoría. Evidentemente era demasiado buena, excesivamente decente y no sabían qué pensar de mí. Un grupo tomó la costumbre de reunirse en la puerta de la fábrica y al yerme aparecer cantaban: "Más cerca de Ti, Dios mío". Al principio no me agradaba y me estremecía pensar que tenía que atravesar esa puerta; pero, después de todo, por mi gran experiencia en manejar a los hombres, poco a poco fui conquistándolos hasta llegar en realidad a divertirme. Nunca me faltaba pescado para envasar. Sobre mi taburete llegaba misteriosamente todos los días un periódico limpio. Me cuidaban de todas maneras, y reiteraré que todo esto nada tenía que ver con mi atracción personal. No sabia cómo se llamaban. Nunca había tenido la más ligera atención hacia ellos, y a pesar de todo eran simplemente buenos conmigo y nunca los he olvidado. Aprendí a apreciarlos y llegamos a ser buenos amigos, pero nunca me agradaron las sardinas. Llegué a la decisión de que si debía ser envasadora de pescado, lo haría en forma tal que conviniera económicamente. Necesitaba ganar dinero para las niñas, de manera que me dediqué al problema del envasado. Observaba a otros
[i130]envasadores; estudiaba cada movimiento que hacían para evitar todo esfuerzo innecesario, con el resultado de que, a las tres semanas, era la mejor envasadora de la fábrica. Mi promedio de embalaje sumaba diez mil sardinas por día, en varios cientos de envases. A los visitantes de la fábrica se os invitaba para yerme trabajar; me observaban atentamente y, como recompensa a mi buen trabajo, oía los siguientes comentarios: "Qué hace una mujer como ésta en una fábrica?", "parece demasiado buena para este trabajo, pero probablemente sea mala", "debe haber hecho algo en su vida para tener que hacer este tipo de trabajo", "no nos dejemos engañar por las apariencias, probablemente sea una mala persona". Trascribo estas frases [e100]literalmente. Recuerdo que una vez el capataz de la fábrica, al oír los comentarios que hacía un grupo de visitantes, observó el efecto que me producían. Habían sido especialmente groseros y mis manos temblaban de furia. Cuando el grupo se retiró, con una expresión bondadosa en su rostro se acercó y me dijo: "No se preocupe, señora Evans, aquí la llamamos «el brillante caído en el lodo»". Esto me compensó ampliamente por todo lo que habían dicho. No es de extrañar mi inalterable e inmutable fe en la belleza y divinidad de la humanidad. La historia podía variar si esas personas hubiesen tenido obligaciones conmigo; pero todo ello expresaba la bondad espontánea del alma humana hacia quien sufría las mismas dificultades. Por regla general los pobres son bondadosos con los pobres.

Narraré otro relato que pone aún más de manifiesto esta bondadosa actitud humana. Una vez, al sonar la campana para el almuerzo, se me acercó un hombre de cierta edad, fuerte, bajo, sucio, mal oliente, con un aspecto terrible y me dijo: "Venga a la vuelta de la esquina que debo hablarle". Nunca tuve miedo a los hombres, así que fui al lugar indicado. Metió la mano en el pantalón y extrajo la mitad de un delantal blanco y limpio
[i131]y dijo: "Mire, señorita, esta mañana le hurté esto a mi mujer y lo colgaré de un clavo, no me gusta que se seque las manos en ese trapo sucio que hay en el baño de las mujeres, la otra mitad la colgaré cuando ésta se ensucie. Se fue sin darme tiempo a que le diera las gracias; no volvió a hablarme nunca más, pero siempre hubo un trapo limpio donde secarme las manos.

Estoy convencida de que en la vida cosechamos lo que sembramos; había aprendido a no adoptar actitudes de superioridad, ni a sermonear, sino sencillamente a ser bien educada y afable y, como consecuencia, obtuve de la gente buena educación y amabilidad y todo el mundo puede hacer lo mismo -ésta es la moraleja de mi relato. Recuerdo que hace algunos años vino una mujer a consultarme a la oficina de New York. El núcleo de su historia lo constituía los momentos difíciles por los que pasaba; todo el mundo murmuraba de ella y no sabía cómo evitarlo. Se lamentaba y lloraba; el mundo era cruel, porque contaba crueldades de ella y me pedía que por favor la ayudara. Como no la conocía e ignoraba los hechos, hice lo que pude. Lo curioso fue que días más tarde concurrí a un restaurante con mi marido Foster Bailey, y nos sentamos en un reservado. En otro, al lado nuestro, estaba esta mujer, aunque ella no me vio. Hablaba en voz alta y clara con una amiga, de manera que podía oír todas sus palabras. Lo que decía acerca de sus amigos era increíble. No pronunció una palabra amable. Le contaba a su amiga las cosas más abyectas sobre sus relaciones. Después de oírla llegué a la solución de su problema, y la próxima
[e101]vez que vino a verme, le manifesté lo observado; quizás se lo dije en forma muy cruda, pues no volví a verla. Seguramente le resulté desagradable, porque ciertamente, no le habrá gustado oír la verdad.

Trabajé en la fábrica durante varios meses. Mientras tanto, Walter Evans, había abandonado Montana e ingresado
[i132]
a una Universidad al este del país, para seguir un curso de posgraduados. Raras veces tenía noticias suyas. No me enviaba dinero, y en 1916 consulté con un abogado a fin de obtener el divorcio. No podía enfrentar la perspectiva de volver a él y exponer a mis hijas a su malhumor y peor genio. No dio indicio de haber cambiado ni demostró mayor sentido de responsabilidad, en lo que se refería a mí y a las niñas. En 1917, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, fue a Francia con la Y.M.C.A. (Asociación Cristiana de Jóvenes) y se quedó allí hasta que finalizó la contienda. Su conducta fue distinguida y se le otorgó la Cruz de Guerra. Por lo tanto cancelé el proceso de divorcio, pues existía un fuerte sentimiento contra las mujeres que pedían el divorcio mientras sus maridos estaban en el frente. Nunca me pareció lógico que un hombre, ya sea en el frente o en su hogar, sea diferente. Tampoco he comprendido por qué a todo soldado se lo considera un héroe de guerra; probablemente ha sido enrolado sin tener otra alternativa. Conozco muy bien al soldado y sé cuánto detesta ser calificado de héroe por el público y los diarios.

Dejé de escribirle a Evans, y sentí un gran alivio al saber que estaba lejos. Mis hijas se 'hallaban bien, siendo para mí un gran consuelo, y yo, a pesar de mis 46 kilos, gozaba de buena salud. Me arreglé para cuidarlas, y lentamente capeé el temporal. Aún me hallaba confusa espiritualmente, pero estaba demasiado ocupada en ganar dinero, cuidar de mis tres hijas y disponer de tiempo para pensar en mi alma.


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