[e79][i100]Me
resulta difícil describir los años siguientes, como también explicar
esa fase de mi vida. Retrotrayéndome a esa época, sé muy bien que
mi sentido del humor me abandonó temporalmente, y cuando esto sucede
a quien habitualmente se ríe de la vida y las circunstancias, es algo
terrible. Cuando digo "humor" no quiero significar un sentido
humorista, sino predisposición a reírse de uno mismo, de los hechos
y de las circunstancias y en relación con el propio medio ambiente
y equipo. No creo que posea un sentido humorístico. Simplemente, no
comprendo las historietas de los periódicos dominicales y tampoco
puedo recordar un chiste, pero poseo sentido del humor y no tengo
dificultad en hacer reír a carcajadas a un auditorio por numeroso
o pequeño que sea. Siempre puedo reírme de mí misma, pero en dichos
años nada hubo divertido, y mi problema consiste en describir este
ciclo sin ser mortalmente aburrida o presentar un cuadro deprimente
de una mujer desgraciada, pues eso era yo. Lo haré y relataré mi historia
con su sufrimiento, dolor y angustia, lo mejor que pueda, pidiéndoles
que tengan paciencia. Fue el período trascurrido entre veintiocho
felices años y otros veintiocho años también felices, que aún continúan
siéndolo.
Hasta 1907 había tenido mis desvelos y problemas, pero eran básicamente
superficiales. Tuve éxito desempeñando un trabajo que me agradaba.
Estaba rodeada de personas que me apreciaban, y no recuerdo haber
tenido cuestiones con mis colaboradores. No sabía lo que eran necesidades
económicas. En la India podía viajar a donde quería y retornar a Gran
Bretaña sin [i101]preocupaciones.
En realidad no tenía dificultades personales que encarar.
Pero llegamos aquí a un ciclo de mi vida, de siete años, donde sólo
conocí dificultades que afectaron a toda mi naturaleza. Entré en un
período de gran zozobra mental. Debí afrontar situaciones que exigían
la máxima reacción emocional de que era capaz, y físicamente la vida
se hizo en extremo dura. Creo que estos períodos, difíciles de aceptar,
son necesarios en la vida de todos los discípulos activos, pero estoy
firmemente convencida que si los enfrentamos con pleno conocimiento
y determinación del alma, inevitablemente siempre tendremos la fortaleza
necesaria para dominar las circunstancias. El resultado es siempre
(en mi caso y en el de quien se esfuerza por trabajar espiritualmente)
[e80]adquirir
mayor capacidad para satisfacer la necesidad humana y ser una mano
fuerte tendida en la oscuridad" para otros compañeros peregrinos.
Mientras una de mis hijas atravesaba por una experiencia terrible,
permanecí con ella, y pude observar cierta capacidad -como resultado
de sufrir pacientemente durante cinco años- que de otra manera no
habría sido posible, pues aún es joven, y tiene un futuro útil y constructivo
por delante. No hubiera podido ayudarla de no haber pasado por la
misma prueba de fuego.
Después de estar enferma seis meses, se tomaron disposiciones para
mi casamiento. El poco dinero que me pertenecía fue legalmente administrado,
de modo que Walter Evans no pudiera tocarlo. Tía Alice le envió el
dinero necesario para su ropa y para venir a Escocia a buscarme. En
esa época vivía con mi tía, la señora de Maxwell, en Castramont. El
matrimonio fue celebrado por el señor Boyd-Carpenter, en la capilla
privada de la casa de un amigo. El hermano mayor de mi padre, William
La Trobe-Bateman (también un religioso), fue mi padrino.
Inmediatamente después del casamiento pasamos una temporada en casa
de los parientes de Walter Evans, en el norte de Inglaterra. Un pariente
[i102]político,
presente en la boda, relacionado con media Inglaterra, me despidió
aparte, diciéndome: "Alice, ahora que te has casado con este
hombre, irás a visitar a su familia. Hallarás que no son como los
tuyos, tu deber consistirá en que se sientan igualmente como los tuyos.
Por amor al cielo, no seas pedante". Con estas palabras me introdujo
en un período de mi vida en el que abandoné todo rango y posición
social y, repentinamente, descubrí a la humanidad.
No soy de esas personas que creen que sólo el proletariado es bueno
y está en lo cierto, y que la clase media constituye la sal de la
tierra, mientras que la aristocracia es completamente inútil y debería
desaparecer. Tampoco acepto la idea de que sólo los intelectuales
pueden salvar al mundo, aunque es el punto de vista más sensato, porque
el intelectual puede surgir de todas las capas sociales. He hallado
personas terriblemente pedantes entre la denominada clase inferior,
y también he conocido tipos similarmente virulentos en la aristocracia.
El puritanismo y el conservadurismo de la clase media es la gran fuerza
equilibradora de toda nación. El empuje y rebeldía de las clases inferiores
promueve el engrandecimiento de los pueblos, mientras que la tradición,
la cultura y la actuación de la aristocracia, constituyen el valioso
acerbo de una nación. Todos estos factores son de correcta y sensata
utilidad, pero todos pueden también ser mal empleados. El conservadorismo
puede ser peligrosamente reaccionario; una rebelión justa puede trasformarse
en una revolución fanática, mientras [e81]que
el sentido de responsabilidad y de superioridad, frecuentemente evidenciado
por las clases, puede degenerar en un "paternalismo estupefaciente".
No existe nación donde no hay diferencias de clases. Puede haber una
aristocracia de nacimiento en Gran Bretaña, pero en Estados Unidos
hay una aristocracia adinerada igualmente característica, excluyente
y rígida en sus barreras. ¿Quién puede decir cuál es mejor [i103]o
peor? Me crié en un sistema de castas muy rígido, y nada en mi vida
había contribuido a hacerme sentir en un pie de igualdad con quienes
no pertenecían a mi casta. No obstante aún debía descubrir que detrás
de las diferencias de clases en Occidente y del sistema de castas
en Oriente, existe una gran entidad que denominamos humanidad.
De todos modos, con mis hermosos vestidos, mis costosas alhajas, mi
voz cultivada y mis modales sociales, me lancé a integrar la familia
de Walter Evans, sin pensar ni medir la situación. Hasta la antigua
servidumbre veía la situación con cierto escepticismo. El viejo cochero,
Potter, nos condujo a la estación, después de la ceremonia. Aún lo
puedo ver con su librea y una cocarda en su galera. Me conocía desde
pequeñita; cuando llegamos a la estación descendió, me tomó la mano
y me dijo: "Señorita Alice, el hombre no me gusta, pero no quisiera
decírselo; si no la tratara bien, regrese inmediatamente. Envíeme
sólo algunas líneas y la esperaré en la estación". Luego se marchó
sin más palabras. El jefe de la pequeña estación escocesa nos había
reservado un coche hasta Carlisle. Después de acompañarme hasta el
mismo, me miró a los ojos y dijo: "No es lo que yo hubiera elegido
para usted señorita Alice, espero que sea feliz". Nada de esto
causó en mí la menor impresión, y se me ocurre que dejé a un grupo
de parientes, amigos y servidumbre, muy preocupados. Yo estaba completamente
ajena a todo ello. Había hecho con sacrificio lo que creía correcto,
recibiendo ahora la recompensa. El pasado quedaba atrás. Mi tarea
con los soldados había terminado. Ante mí se extendía el futuro maravilloso
con el hombre a quien creía adorar; íbamos hacia América, un país
nuevo y asombroso.
Antes de llegar a Liverpool paramos en casa de la familia de mi esposo;
nunca pasé un momento más penoso. Eran [i104]buenos,
cariñosos y dignos, pero jamás había comido con gente de esa clase,
ni dormido en una cama de ese tipo, sin servidumbre. Me horrorizaba,
y ellos sentían lo mismo por mí, aunque estaban algo orgullosos porque
Walter Evans había logrado tanto por sí mismo. Quisiera ser justa
con Walter y confesar que años después cuando nos separamos, él había
ingresado en una de las grandes universidades a fin de seguir un curso
para graduados, y en ese entonces recibí una carta del rector de la
universidad pidiéndome [e82]que
volviera a su lado. Me imploraba (como persona anciana y experimentada)
que fuera al lado de mi esposo, señalando que en su larga experiencia
con miles de jóvenes, nunca había conocido a nadie tan bien dotado,
espiritual, mental y físicamente, como Walter. Por lo tanto no era
de extrañar que me hubiera enamorado y casado con él. Todos los indicios
eran buenos, excepto su condición social y su falta de dinero, pero
como íbamos a vivir a Norte América, eso no sería de importancia,
pues dentro de poco se ordenaría en la Iglesia Episcopal. Podríamos
arreglarnos con su salario y mi pequeña renta.
Fuimos directamente de Inglaterra a Cincinati, Ohio, y mi esposo estudiaba
en el Seminario Teológico de Lane. Inmediatamente resolví tomar juntamente
con él los distintos cursos, mientras que con el dinero que yo poseía
nos mantuvimos los dos y pagamos todos los gastos.
Cuando entré a analizar los detalles de la vida matrimonial, descubrí
que nada tenía en común con mi esposo, excepto nuestros puntos de
vista religiosos. Él ignoraba toda mi raigambre y yo la de él. Ambos
tratamos entonces de llevar nuestro matrimonio adelante, pero fracasamos.
Creo que hubiera muerto de pena y desesperación, a no ser por la mujer
de color que tenía a su cargo la casa de pensión, lindando con el
Seminario, en cuyo piso alto teníamos nuestra habitación. Su nombre
era señora Snyder, y se encariñó conmigo a primera vista. Me mimaba
[i105]y cuidaba
en toda forma. Me amonestaba y defendía; por alguna razón desconocida
detestaba la sola presencia de Walter Evans y sentía placer en decírselo.
Se preocupaba para que yo siempre tuviera lo mejor. Por mi parte la
quería y era mi confidente.
Fue entonces cuando, por primera vez en mi vida, enfrenté el problema
racial. No albergaba sentimientos racistas, excepto que no admitía
el matrimonio entre negros y blancos, pues ninguna de las partes podía
ser feliz. Quedé anonadada al descubrir que la Constitución Norteamericana
postulaba la igualdad para todos los hombres, pero que, por el impuesto
al voto y la poca educación, trataban cuidadosamente de que el negro
no fuera igual. Las cosas están mejor en el norte que en el sur, aunque
el problema del negro debe resolverlo el pueblo estadounidense. La
Constitución ya lo ha resuelto. Recuerdo que en el Seminario Teológico
de Lane se había invitado a un profesor negro, el doctor Franklin,
para dar una conferencia al estudiantado. Al salir de la capilla nos
encontrábamos algunos profesores, mi esposo y yo, comentando la brillante
prédica del doctor Franklin, cuando acertó a pasar a nuestro lado.
Uno de los profesores lo detuvo y le dio dinero para que pagara su
almuerzo. Ni siquiera lo consideraban digno de almorzar con nosotros,
pero sí podía hablarnos sobre [e83]los
valores espirituales. Estaba tan horrorizada que, con mi habitual
impetuosidad, corrí hacia un profesor y su esposa, a quienes conocía,
y les relaté el episodio. Inmediatamente regresaron conmigo y lo llevaron
a su hogar para almorzar juntos. La comprobación del sentimiento racista
fue como el descubrir una puerta abierta hacia el gran hogar de la
humanidad. Aquí había un gran sector de conciudadanos a quienes se
les negaban los derechos que la Constitución les otorga. Desde entonces
he pensado, leído y hablado mucho acerca de este [i106]problema
de las minorías. Tengo muchos amigos negros, y creo poder asegurar
que nos comprendemos perfectamente. He conocido negros tan cultos,
prolijos y sensatos, en su modo de pensar, como muchos amigos blancos.
He tratado el tema con ellos, descubriendo que sólo piden igual oportunidad,
educación, trabajo y condiciones de vida. Ninguno ha reclamado igualdad
social, aunque llegará el momento en que deberán tenerla y la tendrán.
He descubierto que la actitud del negro culto y educado, hacia los
miembros subdesarrollados de su raza, es razonable y sensata, y un
eminente abogado de raza negra, cierta vez me dijo: "La mayoría
de nosotros, especialmente en el sur, somos niños, necesitamos cariño
y ser educados como niños".
Hace algunos años, en Londres, recibí la carta de un científico, el
doctor Just, que me preguntaba si podía concederle una entrevista,
pues deseaba hablar conmigo a raíz de haber leído algunos de mis escritos.
Lo invité a almorzar en el club y al llegar comprobé que era negro,
muy negro por cierto, resultando una persona encantadora y muy interesante;
iba de regreso a Washington luego de haber dictado conferencias en
la Universidad de Berlín, siendo uno de los más destacados biólogos
del mundo. Mi actual esposo y yo lo invitamos varias noches en nuestra
casa de Tunbridge Wells y ciertamente disfrutamos mucho con su visita.
Una de mis hijas le preguntó si era casado. Recuerdo que cuando se
dirigió a ella, le dijo: "Mi estimada señorita, nunca soñaría
en pedir a una niña de su raza que se case conmigo y sufra el inevitable
ostracismo, y no he encontrado entre las de mi raza ninguna que me
pudiera dar el compañerismo intelectual que deseo. No, nunca me he
casado". Ya ha fallecido, y por cierto lo he lamentado mucho.
Tenía la esperanza de estrechar nuestra amistad con este excelente
caballero.
Constantemente, durante mis treinta y seis años de residencia en este
[i107]país, me he sentido asombrada
y aterrorizada por las actitudes de muchos norteamericanos hacia sus
compatriotas de la minoría negra. El problema tiene que ser resuelto
y dársele al negro el lugar que le corresponde en la vida nacional.
No deben ni deberán ser disminuidos. Les toca a ellos demostrar su
capacidad, y de nosotros depende el darles la oportunidad para hacerlo;
que [e84]las
detestables exteriorizaciones y el odio ponzoñoso de un hombre tal
como el senador Bilbo, sean eliminados> pues hay un gran número
de personas como él. Nuevamente repito: creo que el problema racial
no puede ser resuelto hoy por el matrimonio entre razas (no hago profecías
acerca del futuro). Debe ser resuelto por una justicia temeraria,
el reconocimiento de que todos los hombres son hermanos, y que si
el negro constituye un problema la culpa es nuestra. Si no posee la
apropiada educación ni ha sido adecuadamente entrenado en la técnica
de la ciudadanía, reitero, nuestra es la culpa. Ha llegado el momento
en que los hombres prominentes de la raza blanca, los congresistas
de ambas cámaras y los diversos partidos, cesen de vociferar por la
democracia y las elecciones libres en los Balcanes o en otras partes,
y apliquen los mismos principios a sus propios estados sureños. Perdonen
esta diatriba, pues como podrán observar, tengo una fuerte convicción
sobre el asunto.
Esta mujer de color, la señora Snyder, me cuidó y atendió maternalmente
durante meses enteros, hasta que nació mi hija mayor. Hizo venir a
su propio médico, que no era de color ni tampoco muy bueno, de modo
que no tuve la asistencia idónea que debí tener. No fue culpa de ella,
pues hizo todo lo que pudo para pasar el trance. No tuve suerte con
los nacimientos de mis tres criaturas, sólo una vez conté con los
cuidados de una enfermera profesional. De todas maneras, durante el
nacimiento de mi primera hija, carecí de un experto cuidado. Walter
Evans en todos los casos se ponía histérico, y demandaba casi toda
la atención del médico, pero la señora Snyder tenía la fortaleza de
una torre y jamás la olvidaré. Luego el médico envió una enfermera,
pero era tan incompetente que sufrí mucho en sus [i108]manos,
pasando tres meses de gran malestar y angustia.
Después nos mudamos del seminario a otra vivienda. Tomamos un pequeño
departamento donde, por primera vez, quedé sola con una criatura y
toda la tarea hogareña. Hasta entonces nunca había lavado un pañuelo
ni cocinado un huevo o hecho una taza de té, siendo una mujer joven,
totalmente inexperta. Fue tan dura mi experiencia en aprender a hacer
las cosas, que me he preocupado porque mis hijas conozcan todo lo
referente al cuidado del hogar. Son muy competentes. Estoy segura
de que no fue un período fácil para Walter Evans y comencé a darme
cuenta -viviendo sola con él y cuando nadie nos podía escuchar- que
él iba adquiriendo un carácter violento.
Mi derrota la constituía el lavado semanal. Acostumbraba ir al sótano
provista de las usuales bateas para el lavado, y había traído conmigo
el hermoso ajuar de mi infancia, metros de fuerte franela y prendas
con aplicaciones de encaje legítimo, de un valor [e85]casi
incalculable, una docena de cada una, y lo que hice con ellas fue
lamentable y doloroso. Cuando terminé de lavarlas tenían un aspecto
de lo más peculiar. Cierta mañana oí golpes en la puerta y, al abrir,
me encontré con una señora que vivía en el departamento de abajo.
Mirándome preocupada, dijo: "Vea señora Evans, hoy es lunes y
día de lavado, no puedo permitir su forma de hacerlo. Soy una sirvienta
inglesa y tengo suficiente inteligencia para darme cuenta que usted
es una dama inglesa; hay cosas que yo conozco y usted no, y los lunes
por la mañana bajaré con usted y le enseñaré a lavar, hasta que lo
crea necesario. Lo dijo como si lo hubiera aprendido de memoria, y
cumplió su palabra. Actualmente nada ignoro sobre el lavado de la
ropa, lo debo todo a la señora de Schubert. He aquí otro ejemplo de
alguien por quien [i109]nada
había hecho yo, pero que siendo un ser humano recto y bondadoso, me
dio así otra vislumbre de la casa de la humanidad. Nos hicimos muy
amigas y me defendía cuando Walter Evans estaba furioso. Repetidas
veces hallé refugio en su pequeño departamento. A veces me pregunto
si ella y la señora Snyder todavía vivirán. Creo que no, pues tendrían
una edad muy avanzada.
Cuando Dorothy tenía seis meses volví a Gran Bretaña para visitar
a mi familia, dejando que mi esposo finalizara sus estudios teológicos
y se ordenara. Esta fue la última visita que hice a Inglaterra en
veinte años, y no tengo un recuerdo particularmente feliz de ello.
No podía interiorizar a mi familia de mi infelicidad, ni que había
cometido un error. Mi orgullo no me lo permitía, pero sin duda lo
presintieron, aunque no me formularan preguntas. Mi hermana se casó
mientras estuve allí, con mi primo Laurence Parsons. Tuvimos la acostumbrada
reunión familiar en casa de un tío. Permanecí unos meses más en Inglaterra
y luego regresé a los Estados Unidos. Entretanto mi esposo se había
graduado en el seminario, ordenándose y obteniendo un cargo junto
al obispo de San Joaquín, en California. Fue maravilloso para mí,
pues el obispo y su esposa fueron verdaderos amigos y aún recibo noticias
de la señora. Mi hija menor lleva su nombre, y siendo una de las personas
a quien más quiero, me referiré a ella más adelante.
Regresé a los Estados Unidos en un pequeño barco que amarró en Boston.
Fue el viaje más espantoso que tuve. El barco era sucio, pequeño,
tenía cuatro personas en cada camarote, servían las comidas en largas
mesas y los hombres no se quitaban el sombrero para comer. Lo recuerdo
como una pesadilla. Todas las cosas malas llegan a su fin y amarramos
en Boston bajo una copiosa lluvia; estaba desesperada; con dolor de
cabeza; me habían robado mi "nècessaire" con sus engarces
de plata, perteneciente a mi madre. Dorothy, que tenía alrededor de
un año, era muy pesada para [e86]llevarla
en brazos. Tenía pasaje de turista expedido por la Agencia de Turismo
Cook; [i110]su
agente, que estaba a bordo, me condujo a la estación del ferrocarril
donde tenía que esperar hasta medianoche, y luego de explicarme lo
que debía hacer, me sirvió una taza de fuerte café y se alejó. Cansada,
me senté durante todo el día, en un banco de la estación, tratando
de tranquilizar a una criatura inquieta. Se acercaba el momento de
la llegada del tren, y me preguntaba cómo me las arreglaría; de repente
veo a mi lado al representante de la agencia de turismo, sin uniforme,
que me dice: "Usted me tuvo preocupado por la mañana y durante
todo el día, y decidí yo mismo ubicarla en el tren". Luego tomó
a la niña en brazos, llamó a un mozo y me ubicó, lo mejor posible,
en el tren para California. Los vagones dormitorios de esa época no
eran tan confortables como los de hoy. Aquí también alguien fue bondadoso
conmigo, sin haber hecho nada por él. No crean que insinúo que había
en mí algo agradable y fascinante, para que las personas espontáneamente
me ayudaran. Tengo la vaga idea de que no era en absoluto encantadora,
sino más bien petulante y arrogante, parca hasta la estupidez, y terriblemente
británica. No, no era eso, sino que los seres humanos' comunes son
internamente bondadosos y les gusta ayudar. No olviden que el propósito
de este libro consiste en comprobarlo. No estoy inventando ejemplos,
sino relatando acontecimientos reales.
Mi esposo fue, primero, rector de una pequeña iglesia en R..., aprendiendo
allí los deberes inherentes a la esposa de un clérigo y las continuas
exigencias. Fui presentada al sector estrictamente femenino de la
congregación. Tuve que hacerme cargo de la Misión de Damas, efectuar
reuniones de madres, frecuentar la iglesia, e incesante e ininterrumpidamente,
escuchar los sermones de Walter. Como en esos distritos misioneros
todas las familias de ministros debíamos alimentarnos mayormente de
pollo, aprendí [i111]por
qué es considerada un ave sagrada, pues abundan mucho en el ministerio.
Este período señaló otra etapa en la expansión de mi conciencia. Nunca
en mi vida me encontré con una comunidad como la de ese pequeño pueblo.
Tenía alrededor de mil quinientos habitantes, pero había once iglesias,
cada una con ínfima cantidad de feligreses. Entre los hacendados que
vivían en las afueras había hombres y mujeres cultos que habían leído
y viajado mucho, y a veces me reunía con ellos. Pero la mayor parte
de la población estaba constituida por pequeños comerciantes, personas
vinculadas al ferrocarril, plomeros, gente que trabajaba en los viñedos
y en la cosecha de fruta y algunos maestros de escuela. La rectoría,
pequeña casa de seis habitaciones, estaba ubicada entre dos grandes
casas; en una se albergaban doce niños con sus padres, por lo cual
yo vivía constantemente entre la algarabía de voces infantiles. El
pequeño típico pueblo, con los frentes de los negocios simulados,
delante de los cuales había palenques para atar caballos y carruajes
(pues eran aún muy escasos los automóviles), tenía también su oficina
de correo, de donde salían todas las murmuraciones y cuentos. El clima
era espléndido, a pesar de tener un verano seco y caluroso. No obstante
me encontraba completamente aislada, tanto cultural como mental y
espiritualmente. No había nadie con quien pudiera entablar conversación.
Parecía que ninguno hubiera visto ni leído nada y el único tema de
conversación versaba sobre cosechas, niños, alimentos y chismes lugareños.
Durante muchos meses anduve con la nariz fruncida, llegando a la conclusión
de que nadie era suficientemente bueno como para tenerlo de amigo.
Lógicamente, cumplía con mis deberes de esposa del ministro, y estoy
segura de que era amable y servicial, pero siempre tenía la impresión
de que existía una barrera. No quería saber nada con los feligreses,
y esto no lo ocultaba. Inicié una clase acerca de temas bíblicos y
tuve gran éxito. Numéricamente los asistentes sobrepasaban a la congregación
dominical de mi esposo, lo que quizás haya contribuido a aumentar
las dificultades, [i112]empeoradas
cada vez. Asistían los miembros de las distintas iglesias, excepto
la católica, y constituía uno de los puntos luminosos de la semana,
creo que en parte se debía a que ello me ligaba al pasado.
El carácter de mi esposo excedía todos los límites y yo vivía constantemente
atemorizada de que los miembros de la congregación se dieran cuenta
y perdiera su puesto. Como clérigo, lo querían mucho e impresionaba
muy bien con la estola y la sobrepelliz. Era un orador excelente.
Honestamente no creo que yo fuera culpable de su mal carácter. El
aforismo: "¿qué quiere Jesús que haga?", aún regía mi vida.
No siendo una persona iracunda o violenta, creo que mi silencio y
paciencia ilimitada agravaban la situación. Sin embargo, nada de lo
que yo hiciera lo complacía, y después de destruir todas las fotografías
y libros que consideraba de algún valor para mí, había tomado la costumbre
de golpearme, aunque nunca llegó a tocar a Dorothy. Siempre fue condescendiente
con los niños.
Mi hija Mildred nació en agosto de 1912 y fue entonces cuando realmente
desperté. Descubrí el asombroso hecho de que el mal no residía en
las personas del lugar, sino en mí. Había estado tan preocupada por
los problemas de Alice La Trobe-Bateman que, al parecer, mi matrimonio
desafortunado se debió a que me olvidé de Alice Evans, un ser humano.
Cuando Mildred nació, enfermé gravemente, entonces descubrí a la gente
de ese pueblito. El nacimiento de Mildred se había retrasado en diez
días; el calor era [e88]insoportable;
los doce niños que vivían al lado armaban un terrible bullicio; hacía
varios días que yo estaba enferma, y se derrumbó el pozo séptico.
Me imaginaba a Dorothy, que tenía mas o menos dos años y medio, corriendo
de un lado a otro y cayéndose en el pozo. Walter no me ayudaba. Simplemente
desaparecía para cumplir con los deberes parroquiales. Como enfermera
tenía a una jovencita judía cuyos temores aumentaban respecto a mí,
y continuamente llamaba por teléfono [i113]al
médico, que demoraba su venida. Repentinamente se abre la puerta de
mi habitación y sin llamar entra la esposa del cantinero. Me echa
una sola mirada, toma el teléfono, llama casa por casa hasta dar con
el médico, y le ordena venir inmediatamente. Toma a Dorothy, la acomoda
debajo de su brazo y con una señal afirmativa me asegura que con ella
estaría muy bien, y desapareció. Por tres días no vi a Dorothy ni
me preocupaba, pues me sentía muy enferma. Mildred nació con la ayuda
de fórceps, y esto me provocó dos hemorragias muy serias, recuperándome
gracias al buen cuidado de las enfermeras. Por el pueblo corrió la
voz acerca de mi precaria situación y empezaron a llegar muchas cosas;
vino tanta gente bondadosa a hacer los quehaceres, que les debo eterno
agradecimiento. Traían crema, tortas, oporto y fruta fresca. Las mujeres
llegaban por la mañana, se dedicaban a lavar la ropa, a sacudir el
polvo, barrer, acompañándome mientras cosían y remendaban. Relevaban
a la enfermera. Invitaban a mi marido a sus hogares, a fin de que
no molestara, por lo cual súbitamente desperté a la realidad de que
el mundo estaba lleno de gente amorosa y de que había estado ciega
toda mi vida. Así me adentré más en la casa de la humanidad.
Entonces comenzó la verdadera dificultad. La gente no tardó en darse
cuenta del verdadero carácter de Walter Evans. Sin tener la ayuda
de una enfermera ni de otra persona, me levanté al noveno día después
del nacimiento de Mildred. La esposa del sacristán, horrorizada, me
encontró ese día lavando, sabiendo que yo casi podía haber muerto
diez días antes, y fue a buscar a Walter Evans y le dio una buena
reprimenda. De nada valió, pero ella entró en sospecha y se dedicó
a vigilarme cuidadosamente y a estrechar aún más nuestra amistad.
El mal carácter de Evans adquirió serias proporciones, siendo lo más
curioso que (fuera de su salvaje e ingobernable temperamento) no tenía
vicios de ninguna especie. Jamás bebía, nunca blasfemaba ni jugaba.
[i114]Fui
la única mujer que le interesó y besó, y creo firmemente que se mantuvo
así hasta su muerte, hace unos pocos años. A pesar de ello no podíamos
convivir y llegó a ser eventualmente peligrosa la convivencia con
él. Un día la señora del sacristán me encontró con la cara seriamente
magullada. Me sentía indispuesta y muy cansada, y ante su bondad y
atención le confesé que mi marido me había arrojado medio kilo de
queso, haciendo impacto en mi cara. Ella regresó a [e89]su
hogar y poco después vino el Obispo. Quisiera, por medio de estas
páginas, expresar la bondad, solicitud y comprensión del Obispo Sanford.
Lo conocí por primera vez cuando recibí la confirmación. Me hallaba
en la cocina lavando los platos, después de haber servido la cena,
cuando oí que alguien los secaba; creí que era una de las feligresas,
pero asombrada, vi al Obispo realizando ese acto, característico en
él. Se entablaron muchas discusiones y conversaciones, resolviéndome
eventualmente dar a Walter otra oportunidad para enmendarse. Inmediatamente
nos mudamos a otra parroquia, lo cual me agradó mucho, pues la rectoría
era bastante mejor. Había mayor número de habitantes en la comunidad
y nos hallábamos más cerca de Ellison Sanford, persona muy agradable
y la mejor amiga que he tenido.
Mi salud en general fue mejorando y, a pesar de las constantes explosiones
de ira, la vida iba adquiriendo más color. Vivíamos cerca de la ciudad
donde residían el Obispo y su señora y, por supuesto, los veía muy
a menudo. En esa parroquia muchos hablábamos el mismo idioma, pero
en otros aspectos los días eran difíciles y hacia fin del otoño nuevamente
volví a enfermarme. En enero esperaba el nacimiento de mi hija más
pequeña, Ellison, cuando mi esposo, en uno de sus ataques de ira,
me arrojó escaleras abajo, lo cual tuvo consecuencias para la criatura.
Después de nacer, su estado era muy delicado, siendo [i115]calificada
como "niño azul" como se dice familiarmente, con una de
las válvulas cardíacas deficiente, y durante años nadie creyó que
podría criarla. Pero lo hice y hoy es casi la más fuerte de la familia.
Las cosas iban de mal en peor. Todo el mundo estaba enterado de lo
que sucedía en la rectoría, y cada uno hacía lo posible por ayudar.
Una gentil jovencita se ofreció para vivir con nosotros como huésped
pago, a fin de tener alguien conmigo en la casa. Con el tiempo llegó
a asustarse, pero no me abandonó. Constantemente, día tras día, era
arado el campo colindante con la rectoría. Una vez, por curiosidad,
pregunté al que estaba arando por qué lo hacía con tanta frecuencia,
me respondió que por decisión de un grupo de hombres, alguien debía
estar cerca de mí, por eso se turnaban en la tarea de arar el campo.
Las encargadas de la central telefónica se dieron cuenta de la situación
y habitualmente me llamaban a intervalos, para interesarse por mi
salud. El médico que me asistió al nacer Ellison, se preocupaba mucho,
y me hizo prometerle esconder todas las noches debajo de mi colchón
el cuchillo de cortar carne y el hacha. La idea de que Walter no estaba
en sus cabales se difundía. Recuerdo despertar una noche y oír salir
a alguien precipitadamente de mi habitación y bajar las escaleras.
Era el médico que había venido a cerciorarse de que me hallaba bien.
Nuevamente podrán ver cómo la bondad me rodeaba [e90]por
todas partes. Sin embargo, me sentía humillada y herida en mi orgullo.
Cierta mañana me llamó una amiga pidiéndome que le llevara las niñas,
pero que ella pasaría a buscarme. Fui y pasamos momentos muy agradables.
Sin embargo, al regresar me enteré que a Evans lo habían llevado a
San Francisco y un clínico y un psiquiatra lo tenían en observación
a fin de descubrir si estaba mentalmente desequilibrado. Afortunadamente
para mí, el médico [i116]llegó
a la conclusión que no era lunático, sino malo, y lo único grave de
que padecía era su temperamento, fuera de todo control. En el ínterin,
Ellison enfermó gravemente de "cólera infantum", sin esperanza
de recuperarse. Recuerdo perfectamente un sofocante día estival, durante
ese terrible período, en que Ellison estaba muy grave, acostada sobre
una manta en el piso y mis otra hijas jugando en el patio de una vecina.
Llegó el médico trayendo una criatura en brazos, seguido por una mujer
alta y agraciada, en tal estado, como para internarse en un hospital.
Me dijo que traía la criatura para dejarla a mi cuidado y le hiciera
el favor de acostar a la madre y también la atendiera. Así lo hice,
y durante 'tres días cuidé a dos criaturas y a una mujer -demasiado
enferma, indispuesta y deprimida como para cuidar de su vástago. Hice
todo lo que estuvo a mi alcance, pero la criatura expiró en mis brazos.
Nada pudo salvarla, habiendo tenido hábiles cuidados del médico y
siendo yo muy buena enfermera. El médico era muy versado; sabía que
yo tenía bastante con mi situación hogareña, pero necesitaba aprender
que no era la única que sufría, otras personas sufrían tan severamente
como yo, y siendo mi energía mayor de lo que creía, bien podía emplearla.
Siempre me ha asombrado la sabiduría y el profundo conocimiento psicológico
de los médicos lugareños. Conocen la gente; viven vidas sacrificadas;
son competentes, debido a su vasta experiencia; en las emergencias
se desenvuelven con rapidez y eficiencia, pues no dependen de nadie
sino de ellos mismos. Personalmente he contraído una gran deuda con
los médicos -en ciudades y pueblos-, los cuales han sido también mis
amigos.
Después me aconsejaron llevar a Ellison al Hospital de Niños, en San
Francisco, para ver si algo podía hacerse. Ellison Sanford se hizo
cargo de mis dos niñas, a pesar de que ella tenía cuatro, y partí
hacia el norte [i117]con
mi hijita. Los médicos del hospital me dijeron que no podría vivir,
que debía dejarla y regresar a mi hogar para cuidar de mis otras hijas.
No me extenderé sobre las vicisitudes de ese episodio. Quienes tienen
hijos lo comprenderán. Nunca creí volver a verla, pero milagrosamente
se recuperó; la trajo su padre, que también había sido dado de baja,
con un [e91]certificado
de buena salud. Como verán, nada de esto es alegre. Tampoco me alegra
contarlo.
Enfrentamos un año muy peculiar y difícil. Al obispo le resultaba
imposible dar un cargo a Walter Evans. Casi estaba agotado el dinero
que poseíamos y disminuía considerablemente mi pequeña renta, a causa
de la guerra. Cuando Walter volvió a San Francisco, quedé con mis
tres hijas y un montón de cuentas a pagar. Él nunca tuvo sentido del
valor del dinero; el que yo le daba o el que constituía parte de su
estipendio, para pagar las cuentas, lo invertía en lujos innecesarios.
Salía de casa para pagar la cuenta mensual del almacén y volvía con
un fonógrafo.
Mientras viva, no olvidaré la extraordinaria bondad del dueño del
almacén, en el pequeño pueblo donde vivíamos; Walter Evans ocupó su
último cargo en la diócesis de San Joaquín. Le debíamos más de doscientos
dólares, lo cual yo ignoraba. Lógicamente por el pueblo corría la
voz acerca de lo sucedido. A la mañana siguiente, después que mi esposo
había sido enviado a San Francisco, el dueño del almacén me llamó
por teléfono. Era judío, de apariencia muy ordinaria. Nunca había
hecho nada por él, excepto demostrarle cortesía y, siendo muy británica,
le demostré que no albergaba sentimientos antijudíos, porque jamás
hubo en Gran [i118]Bretaña
actitudes antisemitas, especialmente durante mi juventud. Algunos
de nuestros más grandes hombres han sido judíos, como Lord Reading,
Virrey de la India, y otros. El almacenero solicitaba mis pedidos
por teléfono. Al preguntarle cuánto le debíamos respondió: "más
de doscientos dólares", pero me dijo que no me preocupara, pues
sabía que lo pagaríamos aunque tardáramos cinco años. Luego agregó,
"si no hace el pedido le enviaré igualmente lo que creo necesario,
y eso no le agradará ¿verdad?". Hice el pedido. Cuando esa mañana
llegaron las provisiones a la rectoría, encontré un sobre conteniendo
diez dólares en calidad de "dinero al margen" por si no
tenía dinero a mano, que fueron agregados a la cuenta, pues comprendía
que yo no aceptaría caridad. También me pidió la llave de la caja
para la recepción de la correspondencia; así él se encargaría de las
cartas que llegaran. Me sentí y aún me siento profundamente endeudada
con él. Tardé más de dos años para liquidar la cuenta, pero la pagué.
Cada vez que le enviaba cinco 'dólares yo recibía una carta de agradecimiento,
como si le hubiera hecho un favor.
Descontando el hecho de que había sido educada en Inglaterra, donde
no ha prevalecido el sentimiento antijudío y se comprende mejor que
en los Estados Unidos el problema de los negros, he contraído profundas
deudas con estas dos sufrientes minorías. El problema de los negros
me ha parecido más sencillo que el de los judíos y de más fácil solución.
[e92]El
problema de los judíos lo he considerado casi insoluble. No le veo
salida, excepto mediante el lento proceso evolutivo y una campaña
planificada de educación. No albergo sentimientos antijudíos; algunos
de mis más preciados amigos lo saben, como el doctor Roberto Assagioli,
Regina Keller y Víctor Fox, a quienes amo entrañablemente. Pocas personas
en el mundo están tan cerca mío, y recurro a ellos cuando necesito
consejos y comprensión, [i119]y
nunca me fallaron. Oficialmente figuro en la "lista negra"
de Hitler, debido a mi defensa de los judíos, en mis conferencias
por toda Europa. No obstante, a pesar de conocer muy bien sus maravillosas
cualidades, su contribución a la cultura y enseñanza occidentales,
su acerbo y admirables dones en las artes creadoras, aún no alcanzo
a ver la inmediata solución de su crucial y terrible problema.
Ambas partes son culpables. No me refiero a la culpabilidad, o más
bien a la maldad criminal de los alemanes o de los polacos hacia sus
conciudadanos judíos. Me refiero a todas esas personas que están a
favor y no en contra del judío. Nosotros los cristianos aún no sabemos
qué debemos hacer para liberar a los judíos de la persecución -persecución
que data de muchos, muchos siglos. Los egipcios en las primeras épocas
de la historia bíblica los persiguieron, y ésa ha sido su crónica
en el trascurso de los años. Vacilo ante la idea de exponer mis conclusiones,
pero lo haré con la esperanza de que sirvan de ayuda.
Sin embargo, sólo podré explayarme brevemente sobre uno o dos puntos,
anticipándoles que, lógicamente, lo haré en forma inadecuada.
Debe existir alguna causa básica para esta constante e incesante persecución,
y alguna razón por la cual no se los quiere. ¿Cuál puede ser? Probablemente
la causa fundamental esté profundamente arraigada en ciertas características
raciales. La gente se queja (y frecuentemente tiene razón) de que
los judíos desmerecen el ambiente de cualquier distrito donde residen.
Cuelgan la ropa de cama y de vestir fuera de las ventanas. Viven en
la calle, se sientan en grupos en las aceras. Durante siglos los judíos
moraron en carpas, obligados a vivir de esa manera, y quizás aún reaccionan
a esas cualidades hereditarias. Otra queja es que si se permite a
un judío entrar en un grupo u organización comercial, no pasa mucho
tiempo sin que sus hermanos, primos y tíos [i120]entren
también. Los judíos han tenido que unirse debido a los siglos de persecución
pasados. Se dice que el judío es netamente materialista y que, para
él, el poderoso dólar tiene más importancia que los valores éticos,
siendo rápido y ducho en aprovecharse de los cristianos. La religión
judía no hace hincapié sobre la inmortalidad o la vida después de
la muerte, y ello es verdad, pues he [e93]discutido
este problema con estudiantes judíos de teología. Entonces ¿por qué
no hemos de obtener lo mejor de la vida en el orden material? Comamos
y bebamos y acumulemos bienes mundanos, pues mañana moriremos. Todo
esto es muy comprensible pero no hace a las buenas relaciones.
He estudiado, reflexionado e interrogado, y ciertas cosas se han esclarecido
en mi mente, constituyendo para mí parte de la respuesta. Los judíos
se han aferrado a una religión básicamente caduca. 1-lace unos días
me pregunté qué parte del Antiguo Testamento valdría la pena conservar.
En su mayor parte es terrible y cruel, y únicamente se salva de los
reglamentos de la Oficina de Correos, porque tal literatura está contenida
en la Biblia. Llegué a la conclusión de que debían conservarse los
mandamientos y también uno o dos relatos de la Biblia, como el amor
de David y Jonathan, los Salmos 23 y 91 y otros más, y cuatro capítulos
del Libro de Isaías. El resto no tiene valor o es indeseable; el remanente
nutre el orgullo y el nacionalismo de los pueblos. Lo que separa a
los judíos ortodoxos de los cristianos son sus prohibiciones religiosas,
pues es mayormente una religión regida por el precepto de "No
cometerás.. . ","No harás.. .", etc. El aspecto condicionante
del pensamiento cristiano, respecto al judío joven y ortodoxo, es
su materialismo, del cual Shylock es el símbolo.
Al escribir esto me doy cuenta de que mis palabras son inadecuadas
y no del todo justas; sin embargo, [i121]desde
el ángulo de una amplia generalización, son veraces, aunque desde
el punto de vista del judío individual, en la mayoría de los casos,
son totalmente injustas. Existen muchas cosas similares entre judíos
y germanos. El alemán se considera a sí mismo como miembro de la "super
raza", mientras que el judío ortodoxo se considera como "pueblo
elegido". El alemán pone el énfasis sobre la "pureza racial"
y los judíos también lo han hecho en el trascurso de las épocas. Parecería
que los judíos no son asimilables. Los he conocido en Asia, en la
India, en Europa y aquí también, y a pesar de su ciudadanía siguen
siendo judíos, estando separados de la nación donde residen. No he
visto que esto suceda en Gran Bretaña ni en Holanda.
Los cristianos frecuentemente han tratado en forma abominable a los
judíos, y muchos de nosotros nos condolemos y trabajamos arduamente
para ayudarlos. En la actualidad, uno de los obstáculos proviene de
los judíos mismos. Personalmente nunca he conocido a un judío que
admitiera la posibilidad de que la culpa o la provocación surgiera
de su parte. Adoptan siempre la posición de que son ellos los perseguidos,
y que todo el problema se solucionaría si los cristianos emprendieran
la debida acción. [e94]Miles
de nosotros estamos tratando de emprenderla, pero no obtenemos la
más mínima cooperación de su parte.
Perdonen esta disgresión, pero el recuerdo de mi gran amigo Jacobo
Weinberg me hizo encarar un tema que me produce aguda preocupación.
Por lo tanto, Walter y yo enfrentamos el problema de lo que debíamos
hacer. Comprendí que su destino estaba en mis manos. Si podía inducirlo
a comportarse bien y darme un trato más decente, con el tiempo el
Obispo trataría de asignarle algún cargo en otra diócesis, donde su
pasado no constituiría un obstáculo, aunque dicho obispo lógicamente
debía conocer los detalles. Recuerdo perfectamente la noche que llana
y malamente presenté a Walter la situación, después de haber sostenido
una prolongada conversación con el Obispo. Le hice ver que su destino
[i122]se
hallaba realmente en mis manos y sería inteligente que dejara de golpearme.
Además, que podía obtener el divorcio en cualquier momento, por la
fuerza del testimonio del médico que me atendió, después que nació
Ellison, y pudo observar las magulladuras en todo mi cuerpo. Desde
el punto de vista de la Iglesia Episcopal la amenaza era poderosa.
Terminaría su carrera de sacerdote. Siendo un hombre orgulloso (e
internamente le aterrorizaba la publicidad), desde ese día jamás volvió
a ponerme la mano encima. Malhumorado no me dirigía la palabra durante
días enteros, dejando a mi cargo todo el trabajo, sin darme lugar
para temerle.
Conseguimos una casita de tres habitaciones en las profundidades de
un agreste paraje cerca de Pacific Grove. Comencé a criar gallinas
y obtenía algún dinero vendiendo huevos. Descubrí que si las gallinas
no se crían en amplia escala (lo cual involucra capital), las ganancias
son magras. Las gallinas son estúpidas, con cara de idiotas y hábitos
necios; carecen totalmente de inteligencia; la única parte emocionante
en la cría de aves es la búsqueda de huevos, y es una tarea sucia.
Pero me las arreglé para alimentar a la familia, consistiendo en ocho
dólares mensuales la renta de la casita, y ni eso valía.
En esa época mi vida era sumamente monótona -cuidar tres hijas un
esposo malhumorado y varios centenares de estúpidas gallinas. No tenía
baño ni instalaciones sanitarias internas. Constituía todo un problema
mantener limpias a las niñas y la casa. Prácticamente no poseíamos
dinero, parte de la cuenta del almacenero se pagó con huevos, lo cual
éste aceptaba por ser amigo mío. Acostumbraba yo a internarme en el
monte de los alrededores, empujando una carretilla con mis hijas detrás,
y recogíamos leña para el fuego. Sin embargo, puedo asegurar que no
era una época agradable. Repito que tampoco me alegra relatarlo. Era
algo parecido a una nueva reencarnación, [i123]y
el contraste entre esa vida aburrida de madre y cuidadora del hogar,
criadora de aves, [e95]jardinera,
y la vida acaudalada de mi niñez y la plenitud de mi vida como evangelista,
terminó por abrumarme totalmente.
Me forjé la idea de ser una nulidad y que en alguna parte habría desviado
el camino, de lo contrario no estaría en esta situación. El antiguo
complejo cristiano de que era una "miserable pecadora" llegó
a agobiarme. Mi conciencia, morbosamente acondicionada por la teología
fundamentalista, continuamente me decía que estaba pagando el precio
de mis interrogantes dubitativos, y que de haberme aferrado a la fe
y seguridad de mi niñez no me hallaría ahora en tal predicamento.
La Iglesia me había fallado debido a que Walter era eclesiástico,
y los otros que conocí de su misma profesión, todos mediocres, excepto
el Obispo, un santo, pero argumentaba que igual lo hubiera sido aún
siendo instalador de cañerías o un corredor de bolsa. Poseía yo bastante
conocimiento de teología como para haber perdido mi fe en las interpretaciones
teológicas, y me embargaba el sentimiento de que nada me restaba,
excepto una vaga creencia en Cristo, el cual parecía hallarse muy
distante. Me sentí abandonada por Dios y los hombres.
Quiero exponer que mi mente no alberga ninguna duda de que la Iglesia
está perdiendo la jugada, a no ser que cambie su técnica. No alcanzo
a comprender por qué los eclesiásticos no van a la par de la época.
El desarrollo evolutivo en todos los sectores es una expresión de
la divinidad, y la condición estática de la interpretación teológica
es contraria a la gran ley del universo, la evolución. Después de
todo, la teología es sólo la interpretación y comprensión del hombre
respecto a su creencia en Dios. Pero es el cerebro humano perecedero
el que piensa y ha pensado durante el trascurso de las edades. Por
eso otros cerebros humanos y perecederos aparecen y dan otras interpretaciones
más profundas, significativas o amplias, fundando así una teología
más progresista. ¿Quién osaría negar que [i124]ellos
tienen tanta razón como los eclesiásticos del pasado? A no ser que
las Iglesias amplíen su visión, eliminen las disputas acerca de detalles
sin importancia, y prediquen el Cristo resucitado, viviente y amoroso,
en vez de un Cristo muerto, sufriente, sacrificado por un Dios iracundo,
perderán la fidelidad de las generaciones venideras, y esto con razón.
Cristo vive triunfante y siempre presente. Por su vida somos salvos.
La muerte que Él padeció también podemos padecerla -según la Biblia,
triunfalmente. Las Iglesias deberán comenzar por sus seminarios teológicos.
He recibido entrenamiento teológico y sé de lo que hablo. Ya no ingresarán
en ellos hombres jóvenes e inteligentes, si se los enfrenta con interpretaciones
caducas respecto a las verdades vivientes que reconocen como tales.
No les interesa el nacimiento virginal, sino la realidad de Cristo.
Saben demasiado como para aceptar la inspiración verbal de las [e96]Escrituras,
pero están dispuestos a creer en la palabra de Dios. Hoy, la vida
está tan colmada de actividades, héroes, belleza, tragedias, hecatombes,
realidades y gloriosas oportunidades, que la actual generación no
tiene tiempo para ocuparse de las puerilidades de la teología. Afortunadamente
existen, dentro de la Iglesia, unos pocos hombres de visión, que oportunamente
cambiarán la actitud reaccionaria, pero esto llevará tiempo. Mientras
tanto, los cultos y los "ismos" sofocarán a los pueblos,
lo cual no tendría lugar si la Iglesia despertara y proporcionara,
a una humanidad investigadora y apremiante, lo que necesita -nada
de soporíferos, arbitrariedades ni dulces trivialidades, sino el Cristo
viviente.
Si mal no recuerdo, después de seis meses de llevar esa vida, volví
a ver al Obispo y le dije que Walter se comportaba bien. Entonces,
bondadosamente se dedicó a buscar algún lugar donde pudiera nuevamente
asumir su trabajo eclesiástico. Finalmente obtuvo una pequeña feligresía
en un pueblo minero de Montana, con la salvedad de que parte de su
estipendio debía enviármelo mensualmente. Mientras tanto, fui a vivir
[i125]en
una casita de tres habitaciones en un distrito más poblado de Pacific
Grove. Esto ocurría en 1915, siendo la última vez que vi a Walter
Evans. Nunca más envió parte de su estipendio y sus cartas eran cada
vez más ofensivas, plenas de amenazas e insinuaciones. Nada podía
hacer yo y comprendí que debía encarar la vida sola y hacer todo lo
posible por mis tres pequeñas hijas.
La guerra en Europa estaba en pleno apogeo, e involucraba a cada uno
de mis allegados. Esporádicamente recibía mi pequeña renta, pagaba
altos impuestos y no llegaba la orden bancaria por haberse hundido
el barco que traía la correspondencia. Me encontraba en una situación
muy difícil; no tenía en el país pariente alguno a quien recurrir
y (con excepción del Obispo y su señora) tampoco tenía amigos con
quienes me hubiera complacido hablar. Sin embargo estaba circundada
por buenos y bondadosos amigos, pero ninguno de ellos se encontraban
en posición de ayudarme y, mirando atrás, dudo si les comuniqué cuán
seria era mi situación. El Obispo quería escribir a mi familia comunicándole
lo que ocurría, pero no se lo permití. Siempre creí fervientemente
en el refrán que dice "de acuerdo a como hacemos nuestro lecho,
así dormiremos". No me ha gustado lloriquear ni quejarme a los
amigos. Sabía que "Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo",
pero en esa época admití también que Dios me había fracasado y que
no podía lloriquearLe.
Busqué por todas partes algo que hacer para ganar dinero, sólo descubrí
ser una persona totalmente inútil. Podía hacer preciosos encajes,
pero nadie los quería ni necesitaba, y tampoco había en Norteamérica
material para hacerlos. No tenía aptitudes [e96]especiales
ni sabía escribir a máquina; tampoco podía dar lecciones no sabía
en qué ocuparme. En ese distrito sólo existía la industria de la sardina,
y antes de permitir que mis hijas [i126]pasaran
hambre, me ofrecí como obrera en esa industria.
Recuerdo el momento de crisis en que tomé esa resolución. Fue una
gran crisis espiritual. Como señalé anteriormente, había llegado a
Norteamérica con muchas dudas en mi mente, respecto a las verdades
espirituales en las que podían tenerse fe. El estudio teológico que
inicié al llegar aquí de nada me sirvió. Cualquier curso teológico
quebranta la fe del hombre si no es suficientemente inteligente para
hacer preguntas y si no acepta ciegamente lo que los eclesiásticos
dicen. Los comentarios consultados en la biblioteca teológica, me
resultaron vacuos, mal escritos y triviales. No respondían a ninguna
pregunta; se ocupaban de abstracciones; eludían las realidades, aunque
afirmaban conocer exactamente lo que Dios significaba e intentaba,
y trataban de resolver todos los problemas citando a San Agustín,
Tomás de Aquino y los santos de la Edad Media. Los teólogos nunca
enfrentan los problemas básicos, se apoyan en la trivial afirmación
de que "Dios lo dijo". Quizás no lo dijera o tal vez la
traducción fuera inexacta y la frase en consideración fue intercalada,
de las que hay tantas en la Biblia. Entonces surgió la duda en mi
mente: ¿por qué Dios habló únicamente a los judíos? No conocía en
esa época otras Escrituras del mundo y, de haberlas conocido, yo no
las hubiera aceptado como tales. Había partes del Antiguo Testamento
que me escandalizaban y otras que me obligaban a preguntarme con frecuencia
cómo se permitía su distribución por correo. En cualquier otro libro
habrían sido calificadas de obscenas, pero en la Biblia estaban bien.
Empecé a creer que mis interpretaciones no eran tan buenas como las
de los demás. Recuerdo una vez, meditando sobre un versículo de la
Biblia, donde dice: "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están
contados", me pareció como que Dios llevase un sinnúmero de estadísticas.
Consulté a un teólogo en el Seminario, y en [i127]respuesta
dijo que aquella afirmación bíblica demostraba que Dios no estaba
limitado por el factor tiempo. A continuación descubrí que la Cruz
no era un símbolo cristiano sino que antedataba al cristianismo, y
eso fue el golpe definitivo.
Por lo tanto me encontraba totalmente desilusionada de la vida, de
la religión, con sus afirmaciones ortodoxas, y de la gente, principalmente
de mi marido, al que había idealizado. Anteriormente cientos y miles
de personas me necesitaban, ahora nadie, excepto mis tres hijas. Sólo
un puñado de ellas, muy ocupadas, se preocupaba de lo que podía sucederme,
mientras que antes eran innumerables quienes lo hacían. Me parecía
haber llegado a la etapa de total nulidad, desempeñando tareas hogareñas,
llevando [e98]la
rutinaria vida pueblerina con cientos de mujeres sin posición social
alguna, sin educación ni talento, que se las arreglaban mejor que
yo. Estaba cansada de lavar pañales, rebanar pan y untar manteca.
Supe lo que era la desesperación absoluta; mi único consuelo eran
las niñas, tan pequeñas que su falta de comprensión lo contrarrestaba.
La culminación de esto llegó un día en que, encontrándome tan desesperada,
dejando las niñas al cuidado de una vecina me interné sola en el bosque.
Durante horas estuve tendida boca abajo, luchando con mi problema;
me levanté y, apoyada en un enorme árbol, que seguramente podría hoy
reconocer si el terreno no se ha parcelado, me dirigí a Dios, diciéndole
que no podía soportar más esta desesperación y que aceptaba lo que
fuese si sólo me liberaba para llevar una vida más útil. Le dije que
había agotado los recursos de hacer todo "en nombre de Jesús"
y hecho lo imposible para bien de Él; que había barrido y limpiado,
cocinado, lavado y cuidado de las tres niñas según mi capacidad, y
¿qué?
Recuerdo nítidamente la profundidad de mi desesperación al no recibir
respuesta, pues estaba muy segura que al llegar al [i128]máximo
obtendría respuesta, que percibiría alguna visión u oiría como otras
veces, una voz que me diría lo que debía hacer. Pero no tuve la visión
ni oí la voz, entonces volví apresuradamente a casa y preparé la cena.
Sin embargo, había sido escuchada y no lo sabía; se estaba planificando
mi liberación sin saberlo. Imperceptiblemente una puerta se abría
y, aunque no lo comprendí, estaba frente al período más feliz y rico
de mi vida. Años más tarde les dije a mis hijas que "nunca sabemos
qué encontraremos en un recodo del camino
Al día siguiente fui a pedir trabajo a una de las grandes industrias
de conservas de sardina. Lo obtuve, pues era la época de mayor trabajo
y necesitaban obreras. Convine con una vecina en que ella se ocupara
de las niñas, pagándole la mitad de mi jornal, cualquiera fuese. El
trabajo era a destajo; sabía que era ágil, esperaba ganar buen dinero,
y así fue. Salía de casa a las 7 de la mañana, volvía a las 4 de la
tarde. Durante los tres primeros días el ruido, el olor, el ambiente,
al cual no estaba acostumbrada, la larga caminata hasta la fábrica
y el ir y venir, me afectaban tanto que al llegar a casa me desplomaba.
Pero me fui acostumbrando, pues la naturaleza es muy adaptable y considero
ese período como la experiencia más interesante de mi vida. Estando
entre la masa lugareña, no era nadie, y yo siempre había creído que
era alguien. Desempeñaba un trabajo que cualquiera podía hacerlo,
pues no era especializado. Primeramente estuve en la sección de etiquetas,
pegándolas, en los grandes envases ovalados de las "Sardinas
Del Monte", pero el dinero [e99]que
ganaba no era suficiente para compensar mi esfuerzo. En esa sección
fueron todos bondadosos. Creo que se dieron cuenta de mis temores,
porque cierta vez el obrero distribuidor de los envases [i129]en
que se pegaban las etiquetas, dándome un golpecito en las costillas
en forma grosera, me dijo: "He averiguado quien es usted. La
hermana de mi mujer es de R... y me ha contado cosas de usted. Si
necesita alguien que la defienda y la proteja de los insolentes, recuerde
que aquí estoy". Nunca volvió a hablarme, pero observé que me
vigilaba. Desde entonces nunca me faltaron envases para pegar etiquetas
y siempre le he estado agradecida.
Alguien me aconsejó que me cambiara a la sección de envasado de sardinas,
así lo hice. Eran obreros incultos, mujeres bastantes toscas, mejicanos
y un tipo de hombre que nunca había conocido, ni aún en el trabajo
social. Al iniciarme en esa sección trataron de hacerme la vida inaguantable,
burlándose de mí. No pertenecía a su categoría. Evidentemente era
demasiado buena, excesivamente decente y no sabían qué pensar de mí.
Un grupo tomó la costumbre de reunirse en la puerta de la fábrica
y al yerme aparecer cantaban: "Más cerca de Ti, Dios mío".
Al principio no me agradaba y me estremecía pensar que tenía que atravesar
esa puerta; pero, después de todo, por mi gran experiencia en manejar
a los hombres, poco a poco fui conquistándolos hasta llegar en realidad
a divertirme. Nunca me faltaba pescado para envasar. Sobre mi taburete
llegaba misteriosamente todos los días un periódico limpio. Me cuidaban
de todas maneras, y reiteraré que todo esto nada tenía que ver con
mi atracción personal. No sabia cómo se llamaban. Nunca había tenido
la más ligera atención hacia ellos, y a pesar de todo eran simplemente
buenos conmigo y nunca los he olvidado. Aprendí a apreciarlos y llegamos
a ser buenos amigos, pero nunca me agradaron las sardinas. Llegué
a la decisión de que si debía ser envasadora de pescado, lo haría
en forma tal que conviniera económicamente. Necesitaba ganar dinero
para las niñas, de manera que me dediqué al problema del envasado.
Observaba a otros [i130]envasadores;
estudiaba cada movimiento que hacían para evitar todo esfuerzo innecesario,
con el resultado de que, a las tres semanas, era la mejor envasadora
de la fábrica. Mi promedio de embalaje sumaba diez mil sardinas por
día, en varios cientos de envases. A los visitantes de la fábrica
se os invitaba para yerme trabajar; me observaban atentamente y, como
recompensa a mi buen trabajo, oía los siguientes comentarios: "Qué
hace una mujer como ésta en una fábrica?", "parece demasiado
buena para este trabajo, pero probablemente sea mala", "debe
haber hecho algo en su vida para tener que hacer este tipo de trabajo",
"no nos dejemos engañar por las apariencias, probablemente sea
una mala persona". Trascribo estas frases [e100]literalmente.
Recuerdo que una vez el capataz de la fábrica, al oír los comentarios
que hacía un grupo de visitantes, observó el efecto que me producían.
Habían sido especialmente groseros y mis manos temblaban de furia.
Cuando el grupo se retiró, con una expresión bondadosa en su rostro
se acercó y me dijo: "No se preocupe, señora Evans, aquí la llamamos
«el brillante caído en el lodo»". Esto me compensó ampliamente
por todo lo que habían dicho. No es de extrañar mi inalterable e inmutable
fe en la belleza y divinidad de la humanidad. La historia podía variar
si esas personas hubiesen tenido obligaciones conmigo; pero todo ello
expresaba la bondad espontánea del alma humana hacia quien sufría
las mismas dificultades. Por regla general los pobres son bondadosos
con los pobres.
Narraré otro relato que pone aún más de manifiesto esta bondadosa
actitud humana. Una vez, al sonar la campana para el almuerzo, se
me acercó un hombre de cierta edad, fuerte, bajo, sucio, mal oliente,
con un aspecto terrible y me dijo: "Venga a la vuelta de la esquina
que debo hablarle". Nunca tuve miedo a los hombres, así que fui
al lugar indicado. Metió la mano en el pantalón y extrajo la mitad
de un delantal blanco y limpio [i131]y
dijo: "Mire, señorita, esta mañana le hurté esto a mi mujer y
lo colgaré de un clavo, no me gusta que se seque las manos en ese
trapo sucio que hay en el baño de las mujeres, la otra mitad la colgaré
cuando ésta se ensucie. Se fue sin darme tiempo a que le diera las
gracias; no volvió a hablarme nunca más, pero siempre hubo un trapo
limpio donde secarme las manos.
Estoy convencida de que en la vida cosechamos lo que sembramos; había
aprendido a no adoptar actitudes de superioridad, ni a sermonear,
sino sencillamente a ser bien educada y afable y, como consecuencia,
obtuve de la gente buena educación y amabilidad y todo el mundo puede
hacer lo mismo -ésta es la moraleja de mi relato. Recuerdo que hace
algunos años vino una mujer a consultarme a la oficina de New York.
El núcleo de su historia lo constituía los momentos difíciles por
los que pasaba; todo el mundo murmuraba de ella y no sabía cómo evitarlo.
Se lamentaba y lloraba; el mundo era cruel, porque contaba crueldades
de ella y me pedía que por favor la ayudara. Como no la conocía e
ignoraba los hechos, hice lo que pude. Lo curioso fue que días más
tarde concurrí a un restaurante con mi marido Foster Bailey, y nos
sentamos en un reservado. En otro, al lado nuestro, estaba esta mujer,
aunque ella no me vio. Hablaba en voz alta y clara con una amiga,
de manera que podía oír todas sus palabras. Lo que decía acerca de
sus amigos era increíble. No pronunció una palabra amable. Le contaba
a su amiga las cosas más abyectas sobre sus relaciones. Después de
oírla llegué a la solución de su problema, y la próxima [e101]vez
que vino a verme, le manifesté lo observado; quizás se lo dije en
forma muy cruda, pues no volví a verla. Seguramente le resulté desagradable,
porque ciertamente, no le habrá gustado oír la verdad.
Trabajé en la fábrica durante varios meses. Mientras tanto, Walter
Evans, había abandonado Montana e ingresado [i132]a
una Universidad al este del país, para seguir un curso de posgraduados.
Raras veces tenía noticias suyas. No me enviaba dinero, y en 1916
consulté con un abogado a fin de obtener el divorcio. No podía enfrentar
la perspectiva de volver a él y exponer a mis hijas a su malhumor
y peor genio. No dio indicio de haber cambiado ni demostró mayor sentido
de responsabilidad, en lo que se refería a mí y a las niñas. En 1917,
cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, fue a Francia con
la Y.M.C.A. (Asociación Cristiana de Jóvenes) y se quedó allí hasta
que finalizó la contienda. Su conducta fue distinguida y se le otorgó
la Cruz de Guerra. Por lo tanto cancelé el proceso de divorcio, pues
existía un fuerte sentimiento contra las mujeres que pedían el divorcio
mientras sus maridos estaban en el frente. Nunca me pareció lógico
que un hombre, ya sea en el frente o en su hogar, sea diferente. Tampoco
he comprendido por qué a todo soldado se lo considera un héroe de
guerra; probablemente ha sido enrolado sin tener otra alternativa.
Conozco muy bien al soldado y sé cuánto detesta ser calificado de
héroe por el público y los diarios.
Dejé de escribirle a Evans, y sentí un gran alivio al saber que estaba
lejos. Mis hijas se 'hallaban bien, siendo para mí un gran consuelo,
y yo, a pesar de mis 46 kilos, gozaba de buena salud. Me arreglé para
cuidarlas, y lentamente capeé el temporal. Aún me hallaba confusa
espiritualmente, pero estaba demasiado ocupada en ganar dinero, cuidar
de mis tres hijas y disponer de tiempo para pensar en mi alma.
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